Ana se encontraba tirada en el suelo del cuarto de baño con la espalda apoyada en la puerta. Su marido gritaba al otro lado. Podía oír cómo Jorge destrozaba el salón sólo porque no le gustaban los garbanzos del supermercado nuevo. Ana sollozaba mientras se frotaba los brazos, sabía que le saldrían moratones. Se quedó en aquella posición hasta que un incómodo mutismo invadió toda la casa. Mientras Bobby, el perrito de la pareja, un yorkshire, le lamía la mano; siempre lo hacía cuando Jorge se cabreaba y ella estaba triste. El perrito se separó de la chica y empezó a arañar la puerta, eso indicaba que era el momento de salir. Ana empezó a moverse con lentitud, temblaba. “Carlos, ayúdame”, murmuraba para sí. Se levantó de aquel suelo embaldosado tan frío y quitó el pestillo. No pasó nada. Ana suspiró.
En el cuarto de estar la televisión aún estaba encendida. Teletienda, habían pasado un par de horas desde la hora de cenar. Restos de la cena estaban esparcidos por el sofá y la moqueta. Había restos incluso manchas de garbanzos en el techo. Caminó descalza por la sala con dirección al dormitorio. Allí Jorge dormía. Ana no encendió la luz. Fue a donde él, le dio un beso en la mejilla y se acostó a su lado.
–Sabes que no puedes seguir toda la vida así, ¿verdad? –dijo Sandra.
Ana y su mejor amiga tomaban un café en la cafetería del hospital donde trabajaban.
–Ojalá todo fuera tan sencillo. Soy feliz con él..., bueno...
–Pero no todo el rato. ¿Sigues robando esas pastillas sin receta para él?
–Las necesita para sus dolores de cabeza. No quiero que sufra.
–¿Eso tiene que ver con su enfermedad? –Sandra sabía que estaba haciendo una pregunta delicada.
–Es largo de explicar. Sufrió abusos de pequeño –explicaba con melancolía–. Apenas lo recuerda, pero le afectan. En el fondo es buena persona.
–¿Buena persona? Puede que Carlos sea buena persona, pero Jorge...
–Sé que Carlos no va a estar siempre para ayudarme –se lamentó Ana, cabizbaja.
–¿Has pensado en algún tratamiento? ¿Llevarle a una clínica para personas...? Ya sabes.
–¡¿Un manicomio?! –exclamó Ana molesta.
–Mejor que una cárcel, ¿no crees? Si sigue así de violento, ahí es donde va a acabar. Y puede que antes te haga algo malo. He hablando con Marta, ella sabe, es especialista. Dice que vayamos a verla cuando queramos.
–Tú tienes un problema parecido, Sandra. Con Marta. ¿Debemos meterte a un psiquiátrico?
–No, porque yo no maltrato a nadie. Sólo... hago locuras, juego.
–Gastas mucho dinero en las tragaperras.
–Ella –corrigió–. Marta, ella es la culpable. El problema lo tienes tú en casa, no yo.
Ana permaneció callada mirando el poso del café.
–Y lo sabes, Ana.
Ana se puso un camisón mientras las palomitas se calentaban en el microondas. Cuando éste pitó, sacó el paquete y lo echó en un bol. Se quemó los dedos, pero sonrió y se los chupó para aliviar el dolor. Con el bol en la mano, fue a su habitación.
–Ven rápido –le instó Carlos desde la cama–. Te vas a perder el inicio de la película.
Ana fue rauda y se tiró a la cama junto a él. En ese momento, Carlos le cogió un puñado de palomitas del bol y ambos sonrieron. Bobby correteaba contento por la habitación con la lengua fuera. La chica se quedó mirándolo; le gustaba cuando hacía eso, porque significaba que Carlos estaba feliz. Ella también.
–¿Ha aparecido ya el cameo de Hitchcock? –preguntó Ana.
–No. ¡Justo! Ahí está, subiéndose al tren –dijo entusiasmado señalando a la pantalla.
Los dos rieron mientras un par de palomitas saltaban fuera del bol.
–Oye... –empezó a decir Ana–. Tenemos que hablar.
–¿De tu marido? –El rostro de Carlos se volvió más serio.
–Puede que me casara con él, pero tú también eres mi marido.
Carlos rió, aunque sabía que en el fondo era cierto.
–¿Has pensado ya una solución?
–Es difícil. No podemos huir de él, eso es seguro. Quizá tenga que acostumbrarme. No tengo otra opción si quiero estar contigo.
–No hagas eso –dijo Carlos seriamente–. No quiero que te siga pegando por mí. ¿Qué tienes pensado?
–Nada...
–¡Anda! Venga, dime.
Ana tardó un poco en contestar, no tenía ni idea de cómo expresarlo para que no sonara tan desagradable.
–Sandra me habló de una terapia psiquiátrica que podría ayudar a Jorge. Si dejase de ser tan violento quizá todo esto podría solucionarse.
–Pensé en esa opción como último recurso, pero creo que podría funcionar –afirmó Carlos suspirando.
–Tengo dudas. Muchas. –Varias lágrimas brotaban de sus ojos de la chica.
–Saldrá bien, no te preocupes. Tú no le comentes nada. Será la solución a nuestros problemas: él dejará de hacerte daño y tú y yo podremos estar juntos.
Carlos abrazó a la chica con ternura. Las palomitas y la película ya no importaban. Bobby subió a la cama y se acurrucó junto a ellos.
El metro llegó a la estación y Ana se dirigió al vagón. Sandra se quedó en el andén con Bobby mientras este ladraba a Ana.
–No sé qué hacer con este perro –dijo la chica–. Últimamente, siempre me ladra.
–Da igual –contestó Sandra–. Tú date prisa.
Ana se metió en el vagón y lo recorrió entero pasando entre la gente. Justo antes de que las puertas se cerrasen salió.
–¿Qué tienes?
Ana sacó una cartera. La abrió y las dos vieron muchos billetes de distintos colores.
–Creo que con esto tenemos suficiente.
–Qué ganas. –Sandra reía de emoción.
–Y que lo digas, pero como siempre, lo guardo yo –dijo Ana escondiendo la cartera en el bolso–. Que ya te conozco y sé que te lo gastas todo.
–Vale, vale. Ahora vayámonos, tienes que deshacerte de alguien –sonrió maliciosamente.
Ana freía unas patatas fritas con cara de preocupación. Si Jorge, por alguna razón, no sabía cuál, se enteraba de que ella y Carlos estaban tramando para meterle en una clínica mental, la mataría. Aunque si no lo metía en la clínica pronto, el final sería el mismo.
Jorge salió del dormitorio y fue directamente a la cocina.
–He encontrado una palomita en el suelo. ¿Cuántas veces te he dicho que no comas en mi cuarto?
Ana sintió un escalofrío y la sartén tembló. Bobby, que paseaba por la cocina, también pareció ponerse nervioso y se fue de la estancia.
–Espero que la comida de hoy sea buena. Me voy a trabajar.
–¿A trabajar? –preguntó Ana.
–Sí, lo que tú no haces.
–Pero... te despidieron hace un mes. ¿Recuerdas?
Jorge no dijo nada, simplemente la abofeteó. Ana cayó al suelo de la cocina y comenzó a llorar.
–¡Has conseguido ponerme dolor de cabeza! –gritó Jorge–. ¿Dónde están mis pastillas?
–¡Tranquilízate! –contestó Ana desde el suelo–. Yo te las traigo.
Jorge le propinó una patada. Luego se agachó y rodeó su cuello con sus manazas. La levantó mientras apretaba con fuerza. Ana se ahogaba, trataba de zafarse, pero sin éxito.
–Sé que estás ahí, Carlos –decía como podía la chica–. Escúchame.
–No hay ningún Carlos –Jorge cada vez apretaba con más fuerza.
Ana miró a su alrededor. Lo primero que vio fue la sartén de patatas fritas. Agarró el mango con fuerza y susurró: “Perdóname, Carlos”. En ese momento le echó el aceite hirviendo a la cara. Eso no le detendría mucho tiempo, así que fue a donde él y le asestó un sartenazo en la cabeza.
Jorge quedó tendido inmóvil en el suelo mientras Ana cogía aire. Fue gateando a donde él. No estaba muerto. Lo abrazó. El perrito se acercó y lamió la mano de la chica, el peligro había pasado.
–Su caso es... complicado –dijo Marta, la médico de la institución psiquiátrica–. Es como juzgar de asesinato a un siamés. El trastorno de identidad disociativo es muy poco usual.
–Yo lo amo. A los dos –se corrigió Ana–. Pero me gustaría que Jorge no saliese. O, al menos, que no... ya sabe –Se miró los moratones. Bobby la acompañaba, estaba triste.
–Aún no sabemos cómo funciona la mente humana, no podemos superponer una personalidad sobre otra. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudarle.
Ana se quedó mirando la ventanita de la puerta. Su marido estaba encerrado en una habitación acolchada.
–Hizo bien en llamarnos –dijo Marta poniéndole una mano en el hombro.
La chica se acercó a la ventanita del cuarto. Carlos, desde el interior, hizo lo mismo. La cara de Ana se entristecía por momentos, podía ver la cara de Carlos, sonriendo, aunque deformada por las quemaduras de aceite. El perrito arañaba la puerta y empezó a ladrar.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó la doctora.
–¿Sandra? –reconoció su tono de voz.
–Sí. ¿Qué te ha dicho Marta? –preguntó.
–No mucho, que está majara.
–Genial. ¿Has traído todo el dinero?
–Lo tengo en el coche.
Las dos se dieron un beso apasionado.
–Ahora tenemos todo el tiempo para nosotras –dijo Ana con alegría.
–Vamos a comprar los billetes, quiero largarme ya de esta ciudad. Pero antes me apetece pasar por el casino.
Carlos veía la escena desde su habitación acolchada. No entendía nada, se había quedado con los ojos como platos, no podía parar de contemplar la escena de las dos chicas alejándose por el pasillo cogidas de la mano. Bobby aún seguía raspando la puerta con sus uñas. Se detuvo. Lo único que soltó fue: ¡Miau!
En el cuarto de estar la televisión aún estaba encendida. Teletienda, habían pasado un par de horas desde la hora de cenar. Restos de la cena estaban esparcidos por el sofá y la moqueta. Había restos incluso manchas de garbanzos en el techo. Caminó descalza por la sala con dirección al dormitorio. Allí Jorge dormía. Ana no encendió la luz. Fue a donde él, le dio un beso en la mejilla y se acostó a su lado.
–Sabes que no puedes seguir toda la vida así, ¿verdad? –dijo Sandra.
Ana y su mejor amiga tomaban un café en la cafetería del hospital donde trabajaban.
–Ojalá todo fuera tan sencillo. Soy feliz con él..., bueno...
–Pero no todo el rato. ¿Sigues robando esas pastillas sin receta para él?
–Las necesita para sus dolores de cabeza. No quiero que sufra.
–¿Eso tiene que ver con su enfermedad? –Sandra sabía que estaba haciendo una pregunta delicada.
–Es largo de explicar. Sufrió abusos de pequeño –explicaba con melancolía–. Apenas lo recuerda, pero le afectan. En el fondo es buena persona.
–¿Buena persona? Puede que Carlos sea buena persona, pero Jorge...
–Sé que Carlos no va a estar siempre para ayudarme –se lamentó Ana, cabizbaja.
–¿Has pensado en algún tratamiento? ¿Llevarle a una clínica para personas...? Ya sabes.
–¡¿Un manicomio?! –exclamó Ana molesta.
–Mejor que una cárcel, ¿no crees? Si sigue así de violento, ahí es donde va a acabar. Y puede que antes te haga algo malo. He hablando con Marta, ella sabe, es especialista. Dice que vayamos a verla cuando queramos.
–Tú tienes un problema parecido, Sandra. Con Marta. ¿Debemos meterte a un psiquiátrico?
–No, porque yo no maltrato a nadie. Sólo... hago locuras, juego.
–Gastas mucho dinero en las tragaperras.
–Ella –corrigió–. Marta, ella es la culpable. El problema lo tienes tú en casa, no yo.
Ana permaneció callada mirando el poso del café.
–Y lo sabes, Ana.
Ana se puso un camisón mientras las palomitas se calentaban en el microondas. Cuando éste pitó, sacó el paquete y lo echó en un bol. Se quemó los dedos, pero sonrió y se los chupó para aliviar el dolor. Con el bol en la mano, fue a su habitación.
–Ven rápido –le instó Carlos desde la cama–. Te vas a perder el inicio de la película.
Ana fue rauda y se tiró a la cama junto a él. En ese momento, Carlos le cogió un puñado de palomitas del bol y ambos sonrieron. Bobby correteaba contento por la habitación con la lengua fuera. La chica se quedó mirándolo; le gustaba cuando hacía eso, porque significaba que Carlos estaba feliz. Ella también.
–¿Ha aparecido ya el cameo de Hitchcock? –preguntó Ana.
–No. ¡Justo! Ahí está, subiéndose al tren –dijo entusiasmado señalando a la pantalla.
Los dos rieron mientras un par de palomitas saltaban fuera del bol.
–Oye... –empezó a decir Ana–. Tenemos que hablar.
–¿De tu marido? –El rostro de Carlos se volvió más serio.
–Puede que me casara con él, pero tú también eres mi marido.
Carlos rió, aunque sabía que en el fondo era cierto.
–¿Has pensado ya una solución?
–Es difícil. No podemos huir de él, eso es seguro. Quizá tenga que acostumbrarme. No tengo otra opción si quiero estar contigo.
–No hagas eso –dijo Carlos seriamente–. No quiero que te siga pegando por mí. ¿Qué tienes pensado?
–Nada...
–¡Anda! Venga, dime.
Ana tardó un poco en contestar, no tenía ni idea de cómo expresarlo para que no sonara tan desagradable.
–Sandra me habló de una terapia psiquiátrica que podría ayudar a Jorge. Si dejase de ser tan violento quizá todo esto podría solucionarse.
–Pensé en esa opción como último recurso, pero creo que podría funcionar –afirmó Carlos suspirando.
–Tengo dudas. Muchas. –Varias lágrimas brotaban de sus ojos de la chica.
–Saldrá bien, no te preocupes. Tú no le comentes nada. Será la solución a nuestros problemas: él dejará de hacerte daño y tú y yo podremos estar juntos.
Carlos abrazó a la chica con ternura. Las palomitas y la película ya no importaban. Bobby subió a la cama y se acurrucó junto a ellos.
El metro llegó a la estación y Ana se dirigió al vagón. Sandra se quedó en el andén con Bobby mientras este ladraba a Ana.
–No sé qué hacer con este perro –dijo la chica–. Últimamente, siempre me ladra.
–Da igual –contestó Sandra–. Tú date prisa.
Ana se metió en el vagón y lo recorrió entero pasando entre la gente. Justo antes de que las puertas se cerrasen salió.
–¿Qué tienes?
Ana sacó una cartera. La abrió y las dos vieron muchos billetes de distintos colores.
–Creo que con esto tenemos suficiente.
–Qué ganas. –Sandra reía de emoción.
–Y que lo digas, pero como siempre, lo guardo yo –dijo Ana escondiendo la cartera en el bolso–. Que ya te conozco y sé que te lo gastas todo.
–Vale, vale. Ahora vayámonos, tienes que deshacerte de alguien –sonrió maliciosamente.
Ana freía unas patatas fritas con cara de preocupación. Si Jorge, por alguna razón, no sabía cuál, se enteraba de que ella y Carlos estaban tramando para meterle en una clínica mental, la mataría. Aunque si no lo metía en la clínica pronto, el final sería el mismo.
Jorge salió del dormitorio y fue directamente a la cocina.
–He encontrado una palomita en el suelo. ¿Cuántas veces te he dicho que no comas en mi cuarto?
Ana sintió un escalofrío y la sartén tembló. Bobby, que paseaba por la cocina, también pareció ponerse nervioso y se fue de la estancia.
–Espero que la comida de hoy sea buena. Me voy a trabajar.
–¿A trabajar? –preguntó Ana.
–Sí, lo que tú no haces.
–Pero... te despidieron hace un mes. ¿Recuerdas?
Jorge no dijo nada, simplemente la abofeteó. Ana cayó al suelo de la cocina y comenzó a llorar.
–¡Has conseguido ponerme dolor de cabeza! –gritó Jorge–. ¿Dónde están mis pastillas?
–¡Tranquilízate! –contestó Ana desde el suelo–. Yo te las traigo.
Jorge le propinó una patada. Luego se agachó y rodeó su cuello con sus manazas. La levantó mientras apretaba con fuerza. Ana se ahogaba, trataba de zafarse, pero sin éxito.
–Sé que estás ahí, Carlos –decía como podía la chica–. Escúchame.
–No hay ningún Carlos –Jorge cada vez apretaba con más fuerza.
Ana miró a su alrededor. Lo primero que vio fue la sartén de patatas fritas. Agarró el mango con fuerza y susurró: “Perdóname, Carlos”. En ese momento le echó el aceite hirviendo a la cara. Eso no le detendría mucho tiempo, así que fue a donde él y le asestó un sartenazo en la cabeza.
Jorge quedó tendido inmóvil en el suelo mientras Ana cogía aire. Fue gateando a donde él. No estaba muerto. Lo abrazó. El perrito se acercó y lamió la mano de la chica, el peligro había pasado.
–Su caso es... complicado –dijo Marta, la médico de la institución psiquiátrica–. Es como juzgar de asesinato a un siamés. El trastorno de identidad disociativo es muy poco usual.
–Yo lo amo. A los dos –se corrigió Ana–. Pero me gustaría que Jorge no saliese. O, al menos, que no... ya sabe –Se miró los moratones. Bobby la acompañaba, estaba triste.
–Aún no sabemos cómo funciona la mente humana, no podemos superponer una personalidad sobre otra. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudarle.
Ana se quedó mirando la ventanita de la puerta. Su marido estaba encerrado en una habitación acolchada.
–Hizo bien en llamarnos –dijo Marta poniéndole una mano en el hombro.
La chica se acercó a la ventanita del cuarto. Carlos, desde el interior, hizo lo mismo. La cara de Ana se entristecía por momentos, podía ver la cara de Carlos, sonriendo, aunque deformada por las quemaduras de aceite. El perrito arañaba la puerta y empezó a ladrar.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó la doctora.
–¿Sandra? –reconoció su tono de voz.
–Sí. ¿Qué te ha dicho Marta? –preguntó.
–No mucho, que está majara.
–Genial. ¿Has traído todo el dinero?
–Lo tengo en el coche.
Las dos se dieron un beso apasionado.
–Ahora tenemos todo el tiempo para nosotras –dijo Ana con alegría.
–Vamos a comprar los billetes, quiero largarme ya de esta ciudad. Pero antes me apetece pasar por el casino.
Carlos veía la escena desde su habitación acolchada. No entendía nada, se había quedado con los ojos como platos, no podía parar de contemplar la escena de las dos chicas alejándose por el pasillo cogidas de la mano. Bobby aún seguía raspando la puerta con sus uñas. Se detuvo. Lo único que soltó fue: ¡Miau!
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