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jueves, 10 de diciembre de 2009

Relato - El Fin de los Tiempos

El fin de los tiempos

Marvin Hax entró en la sala de reuniones con cuidado, la única luz que había la proporcionaba un proyector que trazaba una línea en la pared. Se acercó a una silla vacía y se sentó junto a los demás científicos.
–¿Qué es lo que ocurre? –preguntó con sueño. Una llamada telefónica le había levantado de la cama dos horas antes. Eran las cuatro de la madrugada.
–¿Recordáis cuando encontramos un sector oscuro en la línea temporal? No sabemos el porqué, pero no podemos viajar más allá del 21 de diciembre de 2112.
–Eso es dentro de treinta años... Quizá hayan apagado su portal... –comentó uno de los científicos.
–¿Y no se les ocurre encenderlo durante mil años? Esto es muy raro. La Comisión Reguladora de Viajes Temporales me ha pedido que envíe una expedición al día antes de ese cierre. Quizás así podamos esclarecer lo que sucede. ¿Voluntarios?
–Yo me apunto –contestó la doctora Harding con una sonrisa jovial.
Marvin estaba medio dormido, pero también levantó la mano. Se había pasado veinte años en un laboratorio, esta era su oportunidad de probar sus teorías fuera de él. También le apasionaba poder ver el futuro con sus propios ojos, desde que habían creado el Portal sólo unos pocos habían podido viajar al futuro.

Al día siguiente estaba entrando en la cápsula temporal con la doctora Harding y dos militares, Dutch y Ryan. La máquina se encontraba junto a un portal gigante y redondo hecho de un fluido semitransparente al que llamaban “materia exótica”.
–No se preocupe –le animó la doctora–. Puede que tenga mareos, pero es algo normal, no hay peligro.
–Gracias –le contestó con voz trémula.
Desde la cápsula, Marvin veía a los demás científicos mirando, tomando notas. La cuenta atrás acababa de empezar. En un instante la nave empezó a retumbar y se precipitó violentamente contra el portal de materia exótica. El científico notaba cómo todo lo que había dentro de la cápsula temporal se expandía y se contraía. A través del cristal no se veía nada, sólo oscuridad. Se encontraban atravesando un largo agujero de gusano. En un instante, volvió la calma.
Dutch abrió la compuerta y salió al exterior. Los demás hicieron lo mismo. Miraron a su alrededor y observaron el laboratorio, era distinto. Estaba oscuro, parecía más viejo; no había sido usado en bastante tiempo. Bajaron lentamente las escalerillas de la cápsula.
–¿Qué le ha pasado al laboratorio? –preguntó la doctora Harding, aterrada.
–Han abandonado este sitio –comenzó Marvin–. Quizás sea esa la razón de que no podamos ir más allá hacia el futuro. Sólo podemos viajar a aquellos momentos en que el Portal ya exista.
–¿Quiere decir que el Portal va a ser destruido? –preguntó Ryan.
–Sí, o apagado, no sé. Debemos averiguar qué ha pasado en está época. –Marvin examinó el edificio. –Salgamos al exterior.

Calles vacías, coches accidentados, cristales rotos, sangre seca en el asfalto... Eso fue todo lo que encontraron en el exterior. Las nubes cubrían el horizonte, iba a ponerse a llover muy pronto. El viento atrajo una hoja de periódico al pie de Marvin. La miró y vio un titular que decía: “El Virus sigue propagándose...”.
–¡He encontrado a alguien! –anunció Dutch desde la acera de enfrente.
Todos se acercaron al soldado y vieron el cuerpo sin vida de una persona atrapado entre dos coches. Su piel era completamente gris y su ropa estaba podrida. Olía muy mal.
–Debe de llevar bastante tiempo muerto –afirmó la doctora tapándose la boca con la mano.
De repente, el muerto abrió los ojos. Dutch no se percató hasta que le mordió en el antebrazo. Gritó de dolor y luego apartó al cadáver de un golpe seco.
–¡Está vivo! –exclamó Ryan–. ¡Es imposible!
El muerto estaba atrapado, pero movía la cabeza y los brazos con rapidez. Dutch se alejó de él mientras se tapaba la mordedura con un pañuelo, sangraba mucho.
–Tendré que curarte la herida, puede infectarse –informó la doctora–. Volvamos al laboratorio.
–Sí, será lo mejor –concluyó Marvin con la palma de la mano hacia arriba–. Está empezando a llover. Y tenemos que averiguar qué es lo que ha pasado aquí.
El grito desgarrador de una muchedumbre hizo que giraran sus cabezas hacia el final de la avenida. Vieron con incredulidad cómo una multitud de personas cadavéricas y descompuestas se dirigían hacia ellos a paso lento.
–¿Eso... eso es la gente? –preguntó la doctora con voz trémula.
–¡Vámonos de aquí ya! –exclamó Ryan cada vez más inquieto–. Esto me da muy mala espina.

Las luces del edificio alumbraban poco, muchas de ellas se habían fundido. Varios escritorios y archivadores se encontraban tirados por el suelo del laboratorio de la compañía.
–Debería haberme quedado en el laboratorio –se lamentó la doctora Harding mientras vendaba la herida de Dutch.
–Ya estás en el laboratorio –respondió este con sorna.
–No es el momento de hacer bromas, Dutch –contestó Ryan, algo alterado.
El soldado se dirigió a Marvin, que estaba buscando información en un ordenador lleno de polvo.
–¿Alguna novedad? –le preguntó.
–No veo nada interesante, simplemente registros e informes. Espera. Según esto... querían bloquear el Portal, pero no pudieron.
–¿Por qué querrían hacer eso? –preguntó el soldado.
–Quizá para evitar que esos... muertos asesinos pasaran a nuestro tiempo –dijo la doctora.
–Es un virus –afirmó Marvin sin levantar la vista del ordenador–. Eso ponía en un periódico que vi en la calle. Seguramente intentaron cerrar el Portal para evitar su expansión.
–De ahí que no podamos viajar más allá hacia el futuro –concluyó la doctora Harding–. Alguien cerrará el Portal definitivamente en un par de horas.
–Entonces debemos evitarlo –dijo Ryan.
–Quizás sea mejor cerrarlo, ¿no crees? –contestó Marvin–. Deberíamos centrarnos en evitar que nuestro futuro sea así.
–Yo tengo órdenes. Debo asegurar la entrada y salida de los portales.
–De todas formas... –empezó la doctora–, aún no sabemos si podemos alterar los hechos futuros. Acabamos de descubrir los viajes temporales, es muy pronto.
–Sólo por el hecho de poder viajar por el tiempo, podemos. Sabiendo lo que sabemos ya nada puede ser igual.
–¿Y si... todo lo que nos está pasando ya está escrito: este viaje, ver a esos muertos...? Puede que volver y contar esto sea lo que precipiten los acontecimientos que estamos viendo.
–Eso no tiene ningún sentido... Por cierto –dijo Marvin leyendo un fichero de archivos–, aquí dice que alguien ha atravesado el Portal hace cinco minutos: yo. Debe de ser un error.

Dutch empezó a vomitar, tenía aspecto de cansado y su piel palidecía cada vez más.
–¿Estás bien? –le preguntó la doctora, preocupada.
–Me duele el estómago –contestó apretando los dientes.
La doctora le inyectó morfina y quedó inconsciente. Lo pusieron encima de una camilla del laboratorio para que estuviese cómodo.
–Voy a buscar medicinas, no le quitéis el ojo de encima –rogó la joven saliendo de la sala.
Marvin y Ryan asintieron y continuaron buscando información en el ordenador y en los archivadores.
–Entonces así acaba el mundo... –dijo Ryan, sentado y con los pies sobre la mesa leyendo hojas de registro de la CRVT.
–No. Así acaba nuestra realidad, un universo paralelo entre muchos. Pero podemos desviarnos del camino antes de llegar a este punto. Llevo muchos años estudiando los universos paralelos, puedo probar que existen.
–No entiendo nada de universos ni de viajes en el tiempo, la verdad.
–Es como cuando cambias el dial de la radio. Las distintas emisoras están en una frecuencia determinada. Las realidades alternativas son lo mismo, sólo que con los átomos.
Mientras hablaban, Dutch se despertó. Sin decir nada, se bajó de la camilla lentamente y salió de la habitación. Tanto el soldado como el científico no se percataron y continuaron hablando.
–Creo que he encontrado algo –dijo con entusiasmo Marvin–. Es sobre una muestra de ese virus. Lo llaman “Xion”.
–¿Qué pasa? ¿Qué dice?
–Es un compuesto extraño. No procede de la Tierra, fue encontrado en Io, en unas prospecciones mineras. Tienen una muestra en los laboratorios con la que pensaban hacer una vacuna, pero no lo consiguieron.
–¿Estos idiotas trajeron una enfermedad extraterrestre aquí? –preguntó el soldado, incrédulo.
–No podría haberlo expresado mejor. También advierte que se transmite por la saliva y la sangre.
–¿También por mordiscos?
Ambos se miraron perplejos, luego miraron a la camilla vacía.

La doctora Harding buscaba en la farmacia del laboratorio alguna medicina que pudiera serle útil. Dentro de un armario vio un maletín de metal hermético en el que ponía: “Muestra del Virus Xion”. Le llamó la atención. Lo cogió y lo abrió. Entonces alguien la agarró violentamente por detrás. Era Dutch. Trató de morderla, ella gritó. Logró escabullirse, pero Dutch, con el rostro y los ojos blancos, fue de nuevo a por ella. La tenía acorralada. El soldado la agarró por los brazos, la puso contra la pared y acercó sus mandíbulas cadavéricas al cuello de la doctora. Justo en ese momento, Ryan apareció por detrás y, de una patada, apartó a su compañero de la joven. Dutch se giró para atacarle y le arañó en la mano. Volvió a intentar a atacarle, pero Ryan le propinó otra patada aún más fuerte. Dutch cayó al suelo.
–¿Te ha mordido? –preguntó el soldado.
–No... –dijo la doctora cogiendo el maletín. Corrió hacia Marvin, que le esperaba junto a la puerta.
Cuando no miraban, Ryan disparó a su compañero en una pierna. Luego salió de la estancia e hizo que los dos científicos le siguieran.
–¿¡Qué está pasando!? –preguntó alterada la doctora Harding.
–No podemos hacer nada por él, ya está muerto. Cuénteselo, Marvin.
–Es... es un virus extraterrestre. Es como la rabia. Dutch se ha infectado por ese parásito, le mordió ese cadáver, es un portador –resumió de forma rápida y nerviosa.
–Creo que tengo una muestra de ese virus –dijo enseñándole el maletín–. Si encontramos una cura podríamos salvar el futuro. Esto nos daría treinta años más de tiempo.
–Buena idea –dijo Marvin–. Ahora volvamos a casa, no quiero permanecer ni un segundo más en este sitio.
Una puerta se abrió de pronto. Decenas de científicos muertos aparecieron en mitad del pasillo y fueron directamente a por ellos. Su olor a putrefacción se extendió por todo el corredor. Marvin se dio la vuelta rápidamente y corrió siguiendo al soldado y a la doctora. Al doblar una esquina apareció uno de los infectados, se asustó y cogió otra bifurcación por equivocación. Corrió cuanto pudo, pero al final del corredor vio una puerta enrejada; trató de abrirla, pero sin éxito. Miró atrás: había muchos muertos andantes, iban hacia él. Empezó a intentar derribar la verja como pudo, pero era imposible. Cayó al suelo desesperado y maldijo el trabajo de campo.
–Levanta, Marvin. Toma la llave –le dijo una voz al otro lado de la puerta.
Marvin le miró. Era él mismo. Se trataba de una persona idéntica a él, sólo que con otra ropa, una mochila y una cicatriz en el lado izquierdo de la cara.
–Soy tú, sólo que de dentro de un año –aclaró el doble–. No puedo explicártelo todo ahora, no hay tiempo. Debes evitar que la doctora Harding lleve a tu tiempo ese virus o provocará este apocalipsis. Lo sé porque lo he vivido. Nosotros trajimos el virus.
Marvin no tenía palabras ante lo que estaba viendo, no sabía qué decir.
–Date prisa, hay mucho trabajo que hacer.
Cuando Marvin salió de su asombro, su doble ya había desaparecido por los pasillos. Abrió la puerta enrejada y la cerró tras él antes de que llegasen los científicos infectados.

Ryan caminaba con el rifle automático en alto, detrás le seguía la doctora. Caminaban despacio, sin hacer ruido, tratando de no llamar la atención de los muertos que estuvieran rondado por la zona. Se acercaron a una puerta de hierro y la doctora la abrió con una clave mientras el soldado vigilaba. El ruido de la pesada puerta abriéndose atrajo la mirada de los infectados hacía ellos. Ryan disparó varias veces y entró en la sala tras la joven. Llegaron al laboratorio del portal de materia exótica, junto a este se encontraba la cápsula temporal, tal como la habían dejado.
–Debemos esperar a Marvin –dijo la doctora Harding.
–Usted vaya poniendo en marcha ese trasto –le contestó el soldado cerrando la puerta a cal y canto.
Entonces se oyeron ruidos al otro lado.
–¡Dejadme entrar, vienen hacia aquí! –gritaba Marvin desde el pasillo.
Ryan abrió rápidamente la puerta y dejó pasar al científico. Fue a cerrarla, pero uno de los muertos interpuso su brazo. El soldado hizo fuerza para cerrarla, pero cada vez más extremidades esqueléticas iban apareciendo por el hueco.
–¡Buen momento para llegar, Marvin! –exclamó el soldado con ironía.
–Trate de contenerlos, el Portal estará listo pronto. Hay que evitar que lleguen a la materia exótica.
Los dos científicos se dirigieron al panel de control. Tecleaban frenéticamente a la vez que el soldado resistía en la puerta. Por fin las luces de la cápsula se encendieron y el Portal empezó a girar.
Marvin corrió hacia la puerta para ayudar a Ryan. Este se apartó para ir a la nave con tan mala suerte que la puerta se abrió de golpe y le dio al científico en la cara. El soldado se giró y vio entrar a docenas de muertos a la vez que Marvin se arrastraba por el suelo con el lado izquierdo de la cara ensangrentada por el impacto. Se aferró a su rifle y no paró de disparar hasta que el científico se hubo levantado.
–¿Qué te ha pasado? –le preguntó la doctora a Marvin cuando le vio entrar en la nave.
–Un golpe. No es nada, tenemos que irnos. –Entonces vio la maleta de muestras. –¡Debemos dejarla aquí! –dijo alterado-. Si la llevamos a nuestro tiempo infectará a todo el mundo.
–¿De qué estás hablando?
–Es largo de explicar, pero debemos tirarla ahora.
–¡No! Debemos hacer una vacuna. Si no, acabaremos así.
Marvin no tenía tiempo de explicarle todo el asunto de su doble, así que cogió el maletín y lo tiró fuera de la nave en el momento en el que Ryan subía por las escaleras de acceso a la cápsula.
–¿Por qué ha tirado el maletín? –preguntó el soldado cuando entró.
–¡Se ha vuelto loco! –gritó la doctora.
Trató de bajar las escaleras, pero Ryan la detuvo. Los muertos avanzaban hacia ellos a paso lento. Marvin activó el Portal y puso en marcha la nave. Varios infectados trepaban por la cápsula y trataban de romper el cristal. Marvin pulsó un botón y la cápsula atravesó la materia exótica. Todo comenzó a moverse violentamente y los muertos que trepaban se perdieron en aquel oscuro túnel del tiempo.
En ese momento, el doble de Marvin entró en el laboratorio disparando a varios muertos vivientes. La cápsula ya había partido y sólo quedaba una cosa por hacer: cerrar el Portal. Descolgó su mochila, la abrió y activó la bomba. No le quedaban balas en la pistola ni ganas de seguir luchando, los muertos se acercaban y no quería dilatar la espera. Cerró los ojos, pulsó un botón rojo y, en un instante, todo el laboratorio saltó por los aires en una explosión electronuclear.

Volvieron a su época, todo estaba como lo habían dejado. La doctora curó las heridas de la cara de Marvin y este le explicó lo de su doble y las razones que tenía para dejar el maletín en el futuro.
–Me cuesta creerlo, pero después de todo lo que ha pasado hoy... –contestó la doctora sonriendo. –Por cierto, creo que esto dejará una cicatriz un poco fea, pero se puede arreglar. Como nuestro futuro, espero –otra sonrisa.
Marvin recordó la cicatriz de su doble. Se quedó en blanco. Su teoría acaba de romperse en mil pedazos. Algo había salido mal, la historia volvería a repetirse.
Ryan salió del laboratorio, le habían dado el día libre. A la salida se fijo en que la mano le escocía, tenía un rasguño que sangraba un poco. Nada grave, sobreviviría, pensó. Sin embargo, el virus ya estaba en su sangre.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Relato - Cómo me converti en un suicida

En la útlima práctica de CIE II nos mandaron continuar el libro "Cómo me convertí en un estúpido" de Martin Page. Se trataba simplemente de añadirle un capítulo más, estirar alguna escena. Mi parte favorita del libro es cuando Antoine va al cursillo de suicidas, así que me puse a ello.
El libro me gustó mucho, tiene mucho humor absurdo. Por si no lo habéis leído os dejo aquí la sinopsis: Antoine es un joven experto en La Apocoloquintosis (la transformación en calabaza) del divino Claudio de Séneca, habla con fluidez el arameo, sabe reparar motores de cazas de la primera guerra mundial y no compra prendas fabricadas por empresas que utilizan mano de obra infantil. Sin embargo, su inteligencia, sus conocimientos demasiado especializados y su sensibilidad no le procuran la menor satisfacción, sino que, al contrario, le paralizan y le sumen en una melancólica soledad, lo que desconsuela a Ganja, Charlotte, Rodolphe y As, sus estrambóticos y adorables amigos. Tras intentar varias veces diluir su lucidez (primero en alcohol, con la esperanza de llegar a ser un consumado borracho; luego anulándola mediante la muerte, para lo que se inscribe en un hilarante cursillo para suicidas), Antoine busca medios más extremos: ¿qué tal una lobotomía? Tal vez sólo se trate de integrarse un poco en la sociedad, de convertirse en un imbécil más. No tiene más que mirar a su alrededor, y un nuevo camino se abre ante él, lleno de rocambolescas situaciones.
Y ahora, el relato:


Cómo me convertí en un suicida

Antoine llegó a su piso con una bolsa de plástico en la mano. Nada más entrar fue a la cocina a hacerse una tila, luego sacó de la bolsa una soga y la colgó del techo. No sabía muy bien cómo hacerlo, así que miró las instrucciones.
“Advertencia: el suicidio puede matar.” Así comenzaba el folleto que le había dado la profesora Astanavis sobre cómo suicidarse de una manera eficaz. “Uso de la soga:
Paso 1: Colgar el extremo de la cuerda del techo, generalmente de la lámpara.
Paso 2: Hacer un nudo y rodearte el cuello con él.
Paso 3: Morir.” Todo aclarado, menos las dudas sobre por qué lo hacía.
Siguió el paso 1. y, cuando estuvo listo, se bebió la tila de un trago. Se subió con lentitud a la mesilla de la sala de estar y, como era bajito, saltó para ponerse la soga al cuello. Paso 2., trataba de morir, pero Antoine estaba incómodo: la soga le picaba.
Fue a su cuarto a por una bufanda para evitar el roce de la soga y volvió a intentarlo. No pudo, se partía de risa cada vez que pensaba en la cara con la que se quedaría los que le encontrasen ahorcado con una bufanda de ositos.
Siguiente intento, ya más serio. Paso 3.: esperó a la muerte, pero esta no llegaba. No se ahogaba, la soga apenas apretaba. Alzó sus manos para tratar de ajustarla, pero debido a su poca fuerza no fue capaz. Decidió balancearse para hacer bajar el nudo de la soga. Empezó flojo, pero a medida que iba y venía fue ganando velocidad, ya notaba la falta de respiración. Sin embargo, tanto balanceo hizo ceder la lámpara y la cuerda se soltó. Antoine salió disparado y atravesó la ventana en un suspiro. Mientras volaba por el patio interior fue perdiendo la consciencia. Cuando despertó estaba incrustado en un armario del primer piso con un paramédico quitándole astillas del cuerpo.

–El método de la soga no ha salido como yo esperaba –se lamentó Antoine, cabizbajo.
La profesora Astanavis miraba algo en el ordenador de su despacho.
–No te preocupes, Antoine, al principio todos tienen problemas con la soga. Voy a buscarte algún otro método.
–Verá... Yo había pensando en el envenenamiento, como Sócrates. Soy... era un gran admirador suyo. Bueno, en realidad fue condenado...
–¿Envenenamiento? ¿Qué forma de morir es esa? ¿Tiene algún mérito?
–Yo pensaba...
–¡No! El veneno es una forma muy cobarde –contestó enfadada–. ¿Tienes una pistola en casa?
–¿Perdón?
–Es un método fácil: coges la pistola, te apuntas a la cabeza y disparas. Si sale mal es que eres un estúpido.
–Gracias, me lo tomaré como un cumplido.
–Luego tenemos a gente como Kurt Cobain –dijo señalando una foto suya colgada de la pared–, que innovó con el uso de la escopeta. Pero eso ya es muy pro, con un revolvercito te puedes apañar.
–No, no quiero armas de fuego. Si la soga ya ha salido mal, imagínese con una pistola. Seguro que me quedo vegetal.
–Está bien, voy a ponerte un padrino. ¡Jacques! –gritó la profesora Astanavis.
En el despacho entró un tipo alto, con barba gris y ropa vieja y maloliente.
–Antoine quiere suicidarse de forma rápida y sencilla, creo que tú podrías aconsejarle.
–Claro –contestó el hombre–. Ven, sígueme.

–¿Prefieres que me tire yo primero? –le dijo Jacques a Antoine desde la azotea.
–No estoy muy seguro de que quiera hacerlo –respondió mirando al vacío.
–Yo te enseño, mira: tú piensa en todo lo que te cabrea del mundo, cierras los ojos y te tiras. Vas a hacer un gran favor a todas esas personitas que ves ahí abajo –dijo mientras señalaba a la gente que pasaba por Place Clichy.
–Decirlo es muy fácil, pero después de lo de ayer se me han quitado las ganas. Además, no quiero acabar despachurrado contra la acera, prefiero algo mejor.
–Ah, tú lo que quieres es una muerte espectacular, ¿no?
El suicida se bajó de la cornisa y miró a Antoine con ojos brillantes de emoción.
–No es eso... –Pero Jacques no le dejó acabar la frase.
–Muchos amigos míos del club han muerto con estilo. Por ejemplo, Arnaud murió metiéndose petardos por el culo; Florian pasó al otro barrio gracias a una sobredosis de Viagra, si ves qué risas nos echamos... Sobre todo el forense.
–Lo siento, Jacques, pero no lo veo.
–Debes hacerlo, amigo mío. Cuando tengas cuarenta años te echarán del trabajo, tu mujer te pondrá los cuernos, no podrás pagar la jodida hipoteca y te expropiarán tu propia casa. ¡Tu propia casa, Antoine! Ahora vivo en las alcantarillas comiendo ratas y desperdicios.
Antoine veía emocionarse a Jacques cada vez más, hablaba y acercaba su cara a él. Notaba como pequeños escupitajos salían de su boca excitada y se estrellaban contra su cara.
–Tengo un sueño, Antoine. –Antoine se preguntaba si era necesario repetir tanto su nombre, ¿estaría necesitado de cariño?
–¿Cuál es tu sueño?
–Morir –contestó con una mirada desgarradora.
Antoine recibió varios escupitajos más, cerró los ojos y dio varios pasos hacia atrás.
–Quiero despachurrarme contra la calle cuando pase mucha gente, Antoine. Y quiero que haya mucha gente para que lo vean, para que trocitos de mí queden impregnados en ellos, y cuando se miren al espejo digan: “Yo vi morir a Jacques Langois”. Qué envidia me da Emmanuel.
–¿Qué... qué le pasó? –preguntó Antoine con voz trémula. Tenía dudas sobre si quería saberlo.
–Murió limpiando las hélices de un avión en marcha. Todo un pro. Se encontraron trocitos suyos a más de veinte kilómetros del aeropuerto.
Hubo un momento de silencio tenso. Antoine se había quedado sin habla. Estaba pensando en Emmanuel junto a una hélice de avión. Tragó saliva. Su nuez subía y bajaba por su cuello escuálido.
–Creo que no me voy a suicidar. Aún soy muy joven. Me voy. Adiós. No me sigas –dijo entrecortadamente caminando de espaldas hacia la puerta de la azotea.

Antoine bajó a la calle. Quería olvidarse de la palabra “suicidio”. Su plan era volver a casa y buscar otra forma de convertirse en un auténtico estúpido. Justo cuando cruzaba el portal oyó un grito. Miró hacia arriba y vio como Jacques caía desde la azotea. Pudo contemplar con horror cómo su cuerpo se hacía mierda contra el asfalto. Una ola de sangre manchó la ropa de un transeúnte que pasaba cerca.
–Maldito suicida cabrón... –el transeúnte se acercó a Jacques. Este aún seguía vivo, movía sus manos y piernas en el charco de sangre.
–Me llamo Jacques Langois, recuerda mi nombre –dijo con dificultad, ya que tenía la mandíbula inferior desencajada.
–¡¡Me voy a acordar de tu puta madre, esto ya no se quita!! –le increpó señalando las manchas de sangre al mismo tiempo en que le propinaba una patada.
La sirena de la ambulancia se hacía cada vez más audible.

martes, 24 de noviembre de 2009

Relato - Entre dos mundos

Entre dos mundos

Wanamaker tecleaba concentrado en su ordenador. Una bola de papel amarilla voló por la oficina y acabó aterrizando en su pelo despeinado. Wanamaker se quedó quieto, se colocó bien las gafas y miró hacia atrás.
–¡Eh, bicho raro! –exclamó su agresor. Nick, un idiota con menos luces que un capítulo de Expediente X. Básicamente se dedicaba a lanzarle bolas de papel y molestarle con improperios. –¿Qué haces que trabajas tanto?
–Escribo un libro. –Se giró de nuevo hacia la pantalla.
–¿Un libro? ¿No deberías estar arreglando esas cosas de informática que tanto te gustan?
–Ahora no tengo nada que hacer. ¿Tú no deberías estar vendiendo muebles o algo? –le contestó sin mirarle a la cara.
–¿Te sabes el chiste de la puta y el sordo? –le preguntó Nick, cambiando de tema.
–No –contestó el informático, secamente.
–¿Qué?
–Que no –reiteró.
–¿Qué?
Los pocos que trabajaban en la oficina se rieron a carcajadas mientras Wanamaker, con expresión de rabia, tenía un flashforward en el que se levantaba de su sitio y reventaba la cabeza de Nick con un bate de béisbol. Pero hasta que no llegase el día en el que el flashforward se hiciera realidad, tenía que conformarse con la resignación.
–Has picado, pringao.
Lo único que podía hacer era contestarle borde, para defenderse, pero sobre todo para no quedar mal delante de ella. Eva, la nueva de la oficina, y ahora también la más atractiva al arrebatarle el puesto a Krukova, la ucraniana de la limpieza. Pero Eva lo tenía más fácil, a ella no le faltaba un ojo.
–Tú también eres un pringado, Nick –contestó sin dejar de mirar la pantalla–. Si no, no trabajarías en este sitio.
Tras esto, miró de reojo a Eva. Ella hizo lo mismo. Wanamaker escondió la cabeza rápidamente tras la pantalla de ordenador.
“Me ha mirado”, pensó mientras trataba de disimular su sonrisa, “eso es buena señal”.
“¿Me estaba mirando el niño raro ese?”, pensaba a la vez Eva.

La habitación de Wanamaker estaba abarrotada de cómics, figuritas y juegos de ordenador. En el centro había una gran maqueta sin acabar. Nada más llegar de la oficina se puso a trabajar en ella. Con un pincel pequeño pintó a un soldadito futurista y lo colocó encima de una torre de vigilancia hecha con un trozo de tubería.
–Hijo, tenemos que hablar.
Wanamaker se giró y vio a su padre en el umbral de la puerta. Se le notaba triste. Entró en la habitación con paso lento.
–¿Qué quieres, papá? Estoy ocupado organizando a mi ejército.
–De eso precisamente quiero hablarte. Tienes 25 años... aún vives con nosotros. No sé..., ¿las palabras universidad y emancipación te dicen algo?
–Estudiar es un rollo. Tengo mejores cosas que hacer, tengo proyectos, una novela... –Empezó a cambiar a los soldaditos de sitio. Miraba a todos lados menos al rostro del padre.
–Haces muchas cosas, pero no son de una persona normal. Siempre estás en un mundo ficticio. ¿Cuándo vas a salir a la realidad?
–¿Qué tiene de bueno el mundo real? Prefiero vivir en Mátrix.
–¿De qué coño hablas? Yo te hablo de amigos, chicas...
–Eh, tengo casi quinientos amigos en MySpace.
–¿Conoces alguno en persona? –preguntó el padre, pero sabía la respuesta–. ¿En el trabajo te llevas bien con alguien?
–Sí. Hay una chica... Me mira.
–¡Bien! –El padre alzó los brazos. –A ver si se te quita esa cara de sandio malfollao de una vez.
–¡Papá! –exclamó Wanamaker, ofendido.
–Es por tu bien, hijo. Intenta relacionarte con alguien, por favor.
El padre abandonó su habitación dejando a su hijo pensativo junto a la maqueta.

Al día siguiente en la oficina, mientras continuaba con su novela, Wanamaker sintió la estúpida risita de Nick. Algo tramaba. Fue a levantarse para ir a la cafetería pero no pudo. Trató de levantarse, pero sus pantalones estaban pegados a la silla. La carcajada de Nick alcanzó su culmen.
Wanamaker se puso rojo. Miró a la silla vacía de Eva. “Bien”, pensó. Tuvo otro flashforward, solo que en este, en vez de un bate usaba un hacha con la que le rajaba el estómago, desparramando sus intestinos por toda la oficina.
La voz de Eva le despertó de sus imaginaciones.
–Oye, tengo un problema con mi Internet. ¿Puedes arreglarlo?
–Claro, voy. –Era su oportunidad. Su cuerpo temblaba. Su culo estaba pegado a la silla.
Eva le dio la espalda y se dirigió a su mesa. Wanamaker la siguió sin levantarse de la silla, por suerte tenía ruedas. La chica se dio la vuelta y vio al informático en su silla, caminando hacia ella moviendo los pies torpemente. Puso cara rara, fue a decir algo, pero pasó de él.
–¿Cuál es el problema? –preguntó cuando llegó a la mesa de Eva.
–Pone “Servidor no encontrado” –contestó, lacónica.
Se puso rápidamente a trabajar en ello. Sudaba, la presencia de Eva a su lado, de pie y en silencio, lo incomodaba mucho. La miraba de reojo, pero ella parecía atender más a las paredes que a otra cosa. Decidió darle un poco de conversación interesante.
–¿Sabes que la palabra Google proviene de googol?
–¿Qué? –Eva no le estaba escuchando.
–Googol. Es una palabra que se refiere, en matemáticas, al número 1 seguido de 100 ceros.
–Ammm. –Eva pasaba de él descaradamente.
–¿Has visto Alien, de Ridley Scott? ¿Sabías que en realidad sería el noveno pasajero? Olvidaron contar al gato.
Wanamaker se echó a reír mientras Eva se alejaba. Cuando se dio la vuelta vio que había ido a hablar con Nick.
–Vale... la he cagado –se lamentó en voz baja.
Había conseguido arreglar Internet, pero eso no le puso contento. Pinchó en un icono y apareció una pantalla en rojo que decía en grande “Firewall de Windows”. Tras deliberar unos pocos segundos pinchó la opción “desactivar”.
–Así mejor, que entren los virus –rió con malicia ante su obra y volvió a su ordenador arrastrando la silla con el culo.

En casa continuó con su novela. “El rey Wanamaker III consiguió derrotar al orco Nickgurrack tras una violenta lucha a espadazos. Le partió por la mitad y le clavó la espada en la cabeza. No volvería a levantarse. Luego desató a la princesa Eva... ”. Hizo una mueca de desagrado y borró el nombre de Eva.
–Algún día tendrás un nombre –dijo sin perder la ilusión.
Entonces, al ordenador llegó un mensaje nuevo. Era una invitación que le había mandado una de sus amigas frikis de MySpace.
“¿Vienes conmigo al Monte del Destino a matar a un par de orcos?”
Wanamaker sonrió.
–¿Para qué quiero vivir en el mundo real teniendo el World of Warcraft en mi ordenador?
“Aceptar invitación”.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Relato - Desdoblados

**Se trata del relato anterior, "Dos por uno", pero con cambios bastante gordos**

Ana se encontraba tirada en el suelo del cuarto de baño con la espalda apoyada en la puerta. Su marido gritaba al otro lado. Podía oír cómo Jorge destrozaba el salón sólo porque no le gustaban los garbanzos del supermercado nuevo. Ana sollozaba mientras se frotaba los brazos, sabía que le saldrían moratones. Se quedó en aquella posición hasta que un incómodo mutismo invadió toda la casa. Mientras Bobby, el perrito de la pareja, un yorkshire, le lamía la mano; siempre lo hacía cuando Jorge se cabreaba y ella estaba triste. El perrito se separó de la chica y empezó a arañar la puerta, eso indicaba que era el momento de salir. Ana empezó a moverse con lentitud, temblaba. “Carlos, ayúdame”, murmuraba para sí. Se levantó de aquel suelo embaldosado tan frío y quitó el pestillo. No pasó nada. Ana suspiró.
En el cuarto de estar la televisión aún estaba encendida. Teletienda, habían pasado un par de horas desde la hora de cenar. Restos de la cena estaban esparcidos por el sofá y la moqueta. Había restos incluso manchas de garbanzos en el techo. Caminó descalza por la sala con dirección al dormitorio. Allí Jorge dormía. Ana no encendió la luz. Fue a donde él, le dio un beso en la mejilla y se acostó a su lado.

–Sabes que no puedes seguir toda la vida así, ¿verdad? –dijo Sandra.
Ana y su mejor amiga tomaban un café en la cafetería del hospital donde trabajaban.
–Ojalá todo fuera tan sencillo. Soy feliz con él..., bueno...
–Pero no todo el rato. ¿Sigues robando esas pastillas sin receta para él?
–Las necesita para sus dolores de cabeza. No quiero que sufra.
–¿Eso tiene que ver con su enfermedad? –Sandra sabía que estaba haciendo una pregunta delicada.
–Es largo de explicar. Sufrió abusos de pequeño –explicaba con melancolía–. Apenas lo recuerda, pero le afectan. En el fondo es buena persona.
–¿Buena persona? Puede que Carlos sea buena persona, pero Jorge...
–Sé que Carlos no va a estar siempre para ayudarme –se lamentó Ana, cabizbaja.
–¿Has pensado en algún tratamiento? ¿Llevarle a una clínica para personas...? Ya sabes.
–¡¿Un manicomio?! –exclamó Ana molesta.
–Mejor que una cárcel, ¿no crees? Si sigue así de violento, ahí es donde va a acabar. Y puede que antes te haga algo malo. He hablando con Marta, ella sabe, es especialista. Dice que vayamos a verla cuando queramos.
–Tú tienes un problema parecido, Sandra. Con Marta. ¿Debemos meterte a un psiquiátrico?
–No, porque yo no maltrato a nadie. Sólo... hago locuras, juego.
–Gastas mucho dinero en las tragaperras.
–Ella –corrigió–. Marta, ella es la culpable. El problema lo tienes tú en casa, no yo.
Ana permaneció callada mirando el poso del café.
–Y lo sabes, Ana.

Ana se puso un camisón mientras las palomitas se calentaban en el microondas. Cuando éste pitó, sacó el paquete y lo echó en un bol. Se quemó los dedos, pero sonrió y se los chupó para aliviar el dolor. Con el bol en la mano, fue a su habitación.
–Ven rápido –le instó Carlos desde la cama–. Te vas a perder el inicio de la película.
Ana fue rauda y se tiró a la cama junto a él. En ese momento, Carlos le cogió un puñado de palomitas del bol y ambos sonrieron. Bobby correteaba contento por la habitación con la lengua fuera. La chica se quedó mirándolo; le gustaba cuando hacía eso, porque significaba que Carlos estaba feliz. Ella también.
–¿Ha aparecido ya el cameo de Hitchcock? –preguntó Ana.
–No. ¡Justo! Ahí está, subiéndose al tren –dijo entusiasmado señalando a la pantalla.
Los dos rieron mientras un par de palomitas saltaban fuera del bol.
–Oye... –empezó a decir Ana–. Tenemos que hablar.
–¿De tu marido? –El rostro de Carlos se volvió más serio.
–Puede que me casara con él, pero tú también eres mi marido.
Carlos rió, aunque sabía que en el fondo era cierto.
–¿Has pensado ya una solución?
–Es difícil. No podemos huir de él, eso es seguro. Quizá tenga que acostumbrarme. No tengo otra opción si quiero estar contigo.
–No hagas eso –dijo Carlos seriamente–. No quiero que te siga pegando por mí. ¿Qué tienes pensado?
–Nada...
–¡Anda! Venga, dime.
Ana tardó un poco en contestar, no tenía ni idea de cómo expresarlo para que no sonara tan desagradable.
–Sandra me habló de una terapia psiquiátrica que podría ayudar a Jorge. Si dejase de ser tan violento quizá todo esto podría solucionarse.
–Pensé en esa opción como último recurso, pero creo que podría funcionar –afirmó Carlos suspirando.
–Tengo dudas. Muchas. –Varias lágrimas brotaban de sus ojos de la chica.
–Saldrá bien, no te preocupes. Tú no le comentes nada. Será la solución a nuestros problemas: él dejará de hacerte daño y tú y yo podremos estar juntos.
Carlos abrazó a la chica con ternura. Las palomitas y la película ya no importaban. Bobby subió a la cama y se acurrucó junto a ellos.

El metro llegó a la estación y Ana se dirigió al vagón. Sandra se quedó en el andén con Bobby mientras este ladraba a Ana.
–No sé qué hacer con este perro –dijo la chica–. Últimamente, siempre me ladra.
–Da igual –contestó Sandra–. Tú date prisa.
Ana se metió en el vagón y lo recorrió entero pasando entre la gente. Justo antes de que las puertas se cerrasen salió.
–¿Qué tienes?
Ana sacó una cartera. La abrió y las dos vieron muchos billetes de distintos colores.
–Creo que con esto tenemos suficiente.
–Qué ganas. –Sandra reía de emoción.
–Y que lo digas, pero como siempre, lo guardo yo –dijo Ana escondiendo la cartera en el bolso–. Que ya te conozco y sé que te lo gastas todo.
–Vale, vale. Ahora vayámonos, tienes que deshacerte de alguien –sonrió maliciosamente.

Ana freía unas patatas fritas con cara de preocupación. Si Jorge, por alguna razón, no sabía cuál, se enteraba de que ella y Carlos estaban tramando para meterle en una clínica mental, la mataría. Aunque si no lo metía en la clínica pronto, el final sería el mismo.
Jorge salió del dormitorio y fue directamente a la cocina.
–He encontrado una palomita en el suelo. ¿Cuántas veces te he dicho que no comas en mi cuarto?
Ana sintió un escalofrío y la sartén tembló. Bobby, que paseaba por la cocina, también pareció ponerse nervioso y se fue de la estancia.
–Espero que la comida de hoy sea buena. Me voy a trabajar.
–¿A trabajar? –preguntó Ana.
–Sí, lo que tú no haces.
–Pero... te despidieron hace un mes. ¿Recuerdas?
Jorge no dijo nada, simplemente la abofeteó. Ana cayó al suelo de la cocina y comenzó a llorar.
–¡Has conseguido ponerme dolor de cabeza! –gritó Jorge–. ¿Dónde están mis pastillas?
–¡Tranquilízate! –contestó Ana desde el suelo–. Yo te las traigo.
Jorge le propinó una patada. Luego se agachó y rodeó su cuello con sus manazas. La levantó mientras apretaba con fuerza. Ana se ahogaba, trataba de zafarse, pero sin éxito.
–Sé que estás ahí, Carlos –decía como podía la chica–. Escúchame.
–No hay ningún Carlos –Jorge cada vez apretaba con más fuerza.
Ana miró a su alrededor. Lo primero que vio fue la sartén de patatas fritas. Agarró el mango con fuerza y susurró: “Perdóname, Carlos”. En ese momento le echó el aceite hirviendo a la cara. Eso no le detendría mucho tiempo, así que fue a donde él y le asestó un sartenazo en la cabeza.
Jorge quedó tendido inmóvil en el suelo mientras Ana cogía aire. Fue gateando a donde él. No estaba muerto. Lo abrazó. El perrito se acercó y lamió la mano de la chica, el peligro había pasado.

–Su caso es... complicado –dijo Marta, la médico de la institución psiquiátrica–. Es como juzgar de asesinato a un siamés. El trastorno de identidad disociativo es muy poco usual.
–Yo lo amo. A los dos –se corrigió Ana–. Pero me gustaría que Jorge no saliese. O, al menos, que no... ya sabe –Se miró los moratones. Bobby la acompañaba, estaba triste.
–Aún no sabemos cómo funciona la mente humana, no podemos superponer una personalidad sobre otra. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudarle.
Ana se quedó mirando la ventanita de la puerta. Su marido estaba encerrado en una habitación acolchada.
–Hizo bien en llamarnos –dijo Marta poniéndole una mano en el hombro.
La chica se acercó a la ventanita del cuarto. Carlos, desde el interior, hizo lo mismo. La cara de Ana se entristecía por momentos, podía ver la cara de Carlos, sonriendo, aunque deformada por las quemaduras de aceite. El perrito arañaba la puerta y empezó a ladrar.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó la doctora.
–¿Sandra? –reconoció su tono de voz.
–Sí. ¿Qué te ha dicho Marta? –preguntó.
–No mucho, que está majara.
–Genial. ¿Has traído todo el dinero?
–Lo tengo en el coche.
Las dos se dieron un beso apasionado.
–Ahora tenemos todo el tiempo para nosotras –dijo Ana con alegría.
–Vamos a comprar los billetes, quiero largarme ya de esta ciudad. Pero antes me apetece pasar por el casino.
Carlos veía la escena desde su habitación acolchada. No entendía nada, se había quedado con los ojos como platos, no podía parar de contemplar la escena de las dos chicas alejándose por el pasillo cogidas de la mano. Bobby aún seguía raspando la puerta con sus uñas. Se detuvo. Lo único que soltó fue: ¡Miau!

Relato - Dos por uno

Ana se encontraba tirada en el suelo del cuarto de baño con la espalda apoyada en la puerta. Su marido gritaba al otro lado. Podía oír cómo Jorge destrozaba el salón sólo porque no le gustaban los garbanzos del supermercado nuevo. Ana sollozaba mientras se frotaba los brazos, sabía que le saldrían moratones. Se quedó en aquella posición hasta que un incómodo mutismo invadió toda la casa. Era el momento de salir. “Carlos, ayúdame”, murmuraba para sí. Ana empezó a moverse con lentitud, temblaba. Se levantó de aquel suelo embaldosado tan frío y quitó el pestillo. No pasó nada. Ana suspiró.
En el cuarto de estar la televisión aún estaba encendida. Teletienda, habían pasado un par de horas desde la hora de cenar. Restos de lo que antes había sido la cena estaban esparcidos por el sofá y la moqueta. Había restos incluso en el techo. Caminó descalza por la sala con dirección al dormitorio. Allí Jorge dormía. Ana no encendió la luz. Fue a donde él, le dio un beso en la mejilla y se acostó a su lado.

–Sabes que no puedes seguir toda la vida así, ¿verdad? –dijo Sandra.
Ana y su mejor amiga tomaban un café en la cafetería del hospital donde trabajaban.
–Ojalá todo fuera tan sencillo. Soy feliz con él..., bueno...
–Pero no todo el rato. ¿Sigues robando esas pastillas sin receta para él?
–Las necesita para sus dolores de cabeza. No quiero que sufra.
–¿Eso tiene que ver con su enfermedad? –Sandra sabía que estaba haciendo una pregunta delicada.
–Es largo de explicar. Sufrió abusos de pequeño –explicaba con melancolía–. Apenas lo recuerda, pero le afectan. En el fondo es buena persona.
–¿Buena persona? Puede que Carlos sea buena persona, pero Jorge...
–Sé que Carlos no va a estar siempre para ayudarme –se lamentó Ana, cabizbaja.
–¿Has pensado en algún tratamiento? ¿Llevarle a una clínica para personas...? Ya sabes.
–¡¿Un manicomio?! –exclamó Ana molesta.
–Mejor que una cárcel, ¿no crees? Si sigue así de violento, ahí es donde va a acabar. Y puede que antes te haga algo malo.
Ana permaneció callada mirando el poso del café.
–Y lo sabes, Ana.

Ana se puso un camisón mientras las palomitas se calentaban en el microondas. Cuando éste pitó, sacó el paquete y lo echó en un bol. Se quemó los dedos, pero sonrió y se los chupó para aliviar el dolor. Con el bol en la mano fue a su habitación.
–Ven rápido –le instó Carlos desde la cama–. Te vas a perder el inicio de la película.
Ana fue rauda y se tiró a la cama junto a él. En ese momento, Carlos le cogió un puñado de palomitas del bol y ambos sonrieron.
–¿Ha aparecido ya el cameo de Hitchcock? –preguntó Ana.
–No. ¡Justo! Ahí está, subiéndose al tren –dijo entusiasmado señalando a la pantalla.
Los dos rieron mientras un par de palomitas saltaban fuera del bol.
–Oye... –empezó a decir Ana–. Tenemos que hablar.
–¿De tu marido? –El rostro de Carlos se volvió más serio.
–Puede que me casara con él, pero tú también eres mi marido.
Carlos rió, aunque sabía que en el fondo era cierto.
–¿Has pensado ya una solución?
–Es difícil. No podemos huir de él, eso es seguro. Quizá tenga que acostumbrarme. No tengo otra opción si quiero estar contigo.
–No hagas eso –dijo Carlos seriamente–. No quiero que te siga pegando por mí. ¿Qué tienes pensado?
–Nada...
–¡Anda! Venga, dime.
Ana tardó un poco en contestar, no tenía ni idea de como expresarlo para que no sonara tan desagradable.
–Sandra me habló de una terapia psiquiátrica que podría ayudar a Jorge. Si dejase de ser tan violento quizá todo esto podría solucionarse.
–Pensé en esa opción como último recurso, pero creo que podría funcionar –afirmó Carlos suspirando.
–Tengo dudas. Muchas –Varias lágrimas brotaban de sus ojos de la chica.
–Saldrá bien, no te preocupes. Tú no le comentes nada. Será la solución a nuestros problemas: él dejará de hacerte daño y tú y yo podremos estar juntos.
Carlos abrazó a la chica con ternura. Las palomitas y la película ya no importaban.

Ana freía unas patatas fritas con cara de preocupación. Si Jorge, por alguna razón, no sabía cuál, se enteraba de que ella y Carlos estaban tramando para meterle en una clínica mental, la mataría sin lugar a dudas. Aunque si no lo metía en la clínica pronto, el final sería el mismo.
Jorge salió del dormitorio y fue directamente a la cocina.
–He encontrado una palomita en el suelo. ¿Cuántas veces te he dicho que no comas en mi cuarto?
Ana sintió un escalofrío y la sartén tembló.
–Espero que la comida de hoy sea buena. Me voy a trabajar.
–¿A trabajar? –preguntó Ana.
–Sí, lo que tú no haces.
–Pero... te despidieron hace un mes. ¿Recuerdas?
Jorge no dijo nada, simplemente la abofeteó. Ana cayó al suelo de la cocina y comenzó a llorar.
–¡Has conseguido ponerme dolor de cabeza! –gritó Jorge–. ¿Dónde están mis pastillas?
–¡Tranquilízate! –contestó Ana desde el suelo–. Yo te las traigo.
Jorge le propinó una patada. Luego se agachó y rodeó su cuello con sus manazas. La levantó mientras apretaba con fuerza. Ana se ahogaba, trataba de zafarse pero sin éxito.
–Sé que estás ahí, Carlos –decía como podía la chica–. Escúchame.
–No hay ningún Carlos –Jorge cada vez apretaba con más fuerza.
Ana miró a su alrededor. Lo primero que vio fue la sartén de patatas fritas. Agarró el mango con fuerza y susurró: “Perdóname, Carlos”. En ese momento le echó todo el agua hirviendo a la cara. Eso no le detendría mucho tiempo, así que fue a donde él y le asestó un sartenazo en la cabeza.
Jorge quedó tendido inmóvil en el suelo mientras Ana cogía aire. Fue gateando a donde él. No estaba muerto. Lo abrazó.

–Su caso es... complicado –dijo el médico de la institución psiquiátrica–. Es como juzgar de asesinato a un siamés. El trastorno de identidad disociativo es muy poco usual.
–Yo lo amo. A los dos –se corrigió Ana–. Pero me gustaría que Jorge no saliese. O, al menos, que no... ya sabe –Se miró los moratones.
–Aún no sabemos cómo funciona la mente humana, no podemos superponer una personalidad sobre otra. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudarle.
Ana se quedó mirando la ventanita de la puerta. Su marido estaba encerrado en una habitación acolchada.
–Hizo bien en llamarnos –dijo el médico antes de irse.
La chica se acercó a la ventanita del cuarto. Carlos, desde el interior, hizo lo mismo. La cara de Ana se entristecía por momentos, podía ver la cara de Carlos, sonriendo, aunque deformada por las quemaduras de aceite.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Práctica CIE ficción 2: Spin off de "Amor en el mercado"

PERRO PRESCINDIBLE

–Necesito que me prometas que todo irá bien– dijo Leung mientras rodeaba con sus brazos a Kim.
–Ya me conoces –dijo la chica con una sonrisa–, no soy muy buena cumpliendo promesas. Pero ¿sabes qué? Trataré de hacerlo lo mejor posible. ¿Tienes miedo?
–Estoy nervioso. Sólo quiero estar seguro.
–Parece como si no confiases en mí, tu mujer –su tono de voz se volvió más cariñoso–; ni en tu mejor amigo.
–Me cuesta, Kim. Todo ha sido tan rápido... Es una puta locura –Leung sonrió– y me gusta.
La mugrienta puerta del almacén se abrió de repente. Ong entró en la habitación, interrumpiéndoles.
–Llegó la hora del atraco, parejita –les informó con tono burlón.
Los tres se prepararon para el trabajo. De una estantería cochambrosa cogieron varias armas con munición no letal y un pasamontañas cada uno. Salieron de allí con trajes negros, portando los rifles y equipados con chalecos antibalas, por si acaso. Hacía un calor infernal en mitad del desierto.
Un coche esperaba en la puerta del almacén, junto a un rótulo que decía: “Almacén de sandías Jihsui”. Antes era un coche rojo, ahora parecía naranja-grisáceo debido al óxido. Ciertamente era un atraco con estilo.
–¿En serio no pudiste encontrar otro mejor? –preguntó Leung a Ong sin dejar de mirar con desgana la tartana.
–El poco dinero que teníamos lo gasté en armas y chalecos. Pero tranquilos, funciona bien.
Montaron, Ong arrancó y el coche se alejó por la carretera más desierta de toda China.

Una hora después, el coche ya estaba aparcado cerca del pequeño banco de Vonding. Los tres observaban con atención la puerta del edificio.
–Si tenemos suerte –empezó Kim mientras se metía una pipa de girasol a la boca–, puede haber muchísima pasta.
–Quizá no sólo consigamos ir a América, sino que conseguiremos ser ricos en América –contestó Ong.
–Venga Leung, anímate un poco –Kim trató de alentar a su marido, que estaba callado en el asiento de atrás–. ¿Quieres una pipa? Están buenísimas.
–No, gracias –contestó seriamente Leung–. Es sólo que no quiero que le pase nada al bebé.
–No le pasará nada –contestó Kim mientras se frotaba la tripa con cariño–. Tiene un chaleco antibalas y una madre muy precavida.
–Ya están cerrando –informó Ong saliendo del coche–. Venga, a moverse.
–Siempre metiendo prisa... –murmuró Leung.
–Es tu amigo, a mí no me mires –Kim cogió su rifle y salió a la calle, justo detrás de Leung.

Tras una ráfaga de falsos disparos y una salida rápida, los tres atracadores se apresuraron a llegar al coche. Cargaron las bolsas de dinero en el asiento de atrás y abandonaron la escena antes de que llegase la policía.
–¡¡Somos ricos!! –exclamó Kim desde el asiento delantero–. ¡¡Ricos!!
–Me alegro de que haya salido tan bien –Una sonrisa se dibujaba en el rostro de Leung por primera vez–. Además ha sido rápido y limpio, sin heridos.
–¿Qué? ¿Estás más tranquilo? –le preguntó Ong.
–Más o menos. Cuando lleguemos al almacén ya te diré.
–Ahora lo único que tenemos que hacer –terció Kim muy animada–, es elegir un estado. Siempre he querido ir a California.

Una vez en el almacén, Leung parecía más excitado de lo normal. Pusieron el dinero encima de una mesa y, para celebrar el triunfo, Ong descorchó una botella de cava.
–Es hora de hacer las maletas –brindaba Kim.
–Me gustaría poder hacerlas, pero lo único que tengo es una bolsa deforme –comentó Leung mientras vaciaba de un trago el cava de su copa.
–Al final no ha sido para tanto, ¿verdad, Leung? –le dijo su amigo.
–No. Todo ha salido bien... No sé por qué tenía la estúpida idea de que algo iba a salir mal, creo que debo confiar más en mí mismo.
–En ti mismo sí, pero no en los demás.
Leung entendió qué quería decir Ong segundos después de que una bala le atravesase la parte superior del pectoral derecho. Cuando se quiso dar cuenta, estaba tirado en el suelo, sangrando, mientras Ong, con una pistola en la mano, se reía de él.
–¿Por qué le has disparado? –preguntó Kim algo enfadada.
–Me da igual que le hayas cogido cariño a este idiota, no pienso correr riesgos. Podría chivarse a la poli.
–No quiero que sufra.
Ong agarró a Kim y la besó delante de Leung. Quería que él lo viese.
–Cariño –empezó Ong–, ¿podrías traerme un cuchillo de esos de partir sandías? Mientras, Leung y yo tenemos que hablar de cosas de hombres.
Kim salió de la habitación diligente. Ong se acercó lentamente a Leung. Éste no se podía creer nada, su realidad había cambiado en menos de un minuto. Ya no iba a irse a América, lo iban a trocear y a tirar a algún hoyo metido dentro de alguna bolsa.
–Has sido de gran ayuda. Eres bueno planeando robos. Mira el lado bueno –Ong rió–, has contribuído a que tu mujer y tu hijo vayan a disfrutar toda su vida. Lo malo... es que tú mueres.
Leung miraba a Ong con incredulidad. Su mejor amigo lo había traicionado, su mujer también. Las dos personas en las que más había confiado le acababan de disparar.
–No es nada personal, pero ya sabes cómo son los celos. No queremos que te chives ni nada por el estilo.
Ong se acercó demasiado. Leung, desde el suelo, le propinó una fortísima patada en la rodilla. El hueso crujió como un madero astillándose y su pierna se dobló hacia adentro. Ong cayó mientras gritaba de dolor. Desgarradores pinchazos en el pecho hacían que Leung se incorporase con dificultad, pero poco a poco lo consiguió. Vio la pistola en el suelo y fue a por ella. Cuando la pudo coger, Ong estaba tratando de escapar cojeando y arrastrando la pierna rota por el suelo.
No hubo intercambios de palabras. Leung disparó y varias balas agujerearon la espalda de Ong mientras chorros de sangre se expandía por las paredes.
En ese momento entró Kim con un alargado cuchillo de cortar sandías. Al ver horrorizada a su amante muerto, fue a donde Leung con el arma en alto, lista para amputar extremidades. La chica se abalanzó sobre él con violencia. El cuchillo iba y venía. Forcejearon. Los pinchazos del pecho se hacían insoportables, tenía que hacer algo ya. Leung agarró la mano de su oponente, se la retorció, y con un fugaz movimiento, la hoja atravesó el esternón de Kim.

–¿Qué he hecho? –se preguntaba Leung aún con el cuchillo en la mano. El cuerpo de Kim yacía en el suelo, sobre un charco de sangre. No sólo había matado a su mujer, también a su hijo.

Leung salió del almacén dejando atrás muchas cosas: varios cadáveres, el dinero del atraco, varios melones podridos... y la confianza. De lo que no se había deshecho era del cuchillo con el que había matado a su única familia. Lo miró con detenimiento y, tras unos segundos, intentó clavárselo en el estómago. Apretó los dientes, cerró los ojos. No pudo. Alguien tendría que hacerlo por él.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Práctica CIE ficción 1: Continuación de "La lección china"

Este es un final para el relato de A.M. Homes "La lección china", un relato que se puede encontrar en el libro "Cosas que debes saber". En resumen: Geordie es un pobre hombre que vive con Susan, su mujer china pero que no acepta sus raíces y con la que apenas tiene algo en común; Kate, su hija pequeña; y con la señora Ha, la suegra, una viejilla con alzheimer que siempre se anda escapando de casa. Para tenerla siempre localizada le implantaron un chip. No hay mucho más. Geordie odia a Susan, ésta le odia a él... Disfrutad de mi versión del final. He querido darle un poco de felicidad al pobre Geordie, aunque no demasiada porque sino eso sería poco realista.

TABULA RASA

Un día me harté y huí. Fue más difícil escapar de mi casa que de Guantánamo. No por Susan, sino por Kate. Sé que hice mal, pero todo llegó a un punto en el que se hacía imposible la poca convivencia que teníamos. Volví a Riverside, mi antiguo hogar. Lo que hice fue algo cobarde, egoísta y le hice daño a mi hija; pero tuve que hacerlo, y la verdad, no me arrepiento.
Llamaron a la puerta. Cuando la abrí me llevé una gran alegría.
–¡Hola, papá!
–¡Hola, cariño! –dije mientras abrazaba a Kate–. ¿Te ha costado mucho encontrar la casa?
Kate me había llamado días antes para quedar y tener una charla. No sé cómo logró contactar conmigo después de tantos años, sólo sé que me hizo muy feliz.
–¡Qué va! –exclamó con una sonrisa–. Ha sido pan comido.
–Has crecido mucho. Dentro de poco serás tan alta como Sherika.
–Los años pasan, papá –suspiró–. ¿Y qué tal con Helen?
La conduje a la cocina y nos sentamos. Le serví un poco de refresco, parecía cansada. Luego empecé a hablarle de mi nueva esposa.
–Helen es una mujer estupenda. Con ella, ahora soy feliz.
–Si mamá no te hacía feliz... ¿por qué te casaste con ella?
Reí. Qué directa. No sabía qué contestar, era una pregunta complicada. Kate ya no era la niña de antes, ahora iba a la universidad. Había venido en busca de respuestas, algo comprensible a su edad. Me marché sin decir nada, sin una explicación, aunque seguramente ella se imaginaba qué pasó.
–Esa es una buena pregunta, cariño. ¿Te lo han enseñado en la escuela? –bromeé–. Creo que fue la única mujer que me hizo caso, creí haberme enamorado de ella. Tampoco quería quedarme solo en la vida.
–¿Tan desesperado estabas de joven? –Notaba una sonrisa en la cara de Kate.
–¿Sabes que una novia que tuve, tras dejarme, se metió en una secta?
–¡Vaya! Eso tuvo que deprimirte la hostia.
–Así es la vida, Kate. Siempre soñé con estar con alguien especial, que me entendiese. El único vínculo con Susan eras tú. Como comprenderás, no era fácil decile adiós. Pero tampoco quería acabar con un chip en el cuello.
Nos echamos a reír. Susan siempre me había parecido una maniática del orden, pero cuando le puso el chip a la señora Ha fue el clímax de su vesania. Al principio todo iba bien entre nosotros, Susan parecía interesante. Sin embargo, apenas teníamos cosas en común y, por si no fuera poco, nuestra vida carecía totalmente de emoción... ¡Puf! Todo se convirtió en rutina pura y dura. Eso sin contar con la inclusión de mi suegra en la familia y la mudanza a un barrio solitario y alejado de la mano de Bloomberg.
–Veo que te va bastante bien –comentó la chica.
–No genial, pero mi vida ha mejorado bastante. Si mi trabajo no fuese tan tedioso... Y bueno, ojalá vinieses más por aquí. Deberíamos pasar más tiempo juntos.
–Sí, a mí también me gustaría. Me encanta esta ciudad. Estoy harta de Maple. Creo que es el lugar más aburrido de la tierra.
–Ahora te llevaré a Central Park, allí hemos quedado con Helen.
–Bien. Tengo muy buenos recuerdos del parque. Quién pudiera volver a ser una niña otra vez... Era ignorante y no me enteraba de los conflictos generacionales. Felicidad total.
–Si yo te contara... Lo mío fue muchísimo peor. Creo que nunca te lo he hablado de ello.
–Ahora por el camino puedes ponerme al día.
Kate se levantó y ambos nos dirigimos hacia la puerta. Ella fue la primera en salir de casa, se la veía con ganas de pasar una tarde en Manhattan. Mientras estaba de espaldas me fijé en algo en su nuca, junto a su pelo. Un chip.
“Puta Susan”, pensé. “Qué loca está”. Cerré la puerta y bajamos a la calle.

sábado, 13 de junio de 2009

Práctica de CIE 12: Narración libre (600 palabras)

Un extraño en la casa

Miré a mi alrededor. Las luces del salón estaban apagadas. No había nadie. Más bien no veía a nadie, porque tenía el claro presentimiento de que allí había alguien. Me moví con lentitud por la habitación tratando de hacer el menor ruido posible y descubrirle. El sonido de la madera bajo mis pies era suficiente para delatar mi posición. Fui lo más rápido posible a la cocina, zona de azulejos, donde mis pisadas dejaron de tronar.

Una vez en la cocina miré por la ventana. Afuera se respiraba calma. Era la típica noche de verano de un barrio tranquilo, en una ciudad tranquila, sin apenas vecinos. La mayoría se encontraban de vacaciones en lugares exóticos. Yo no, yo debía quedarme aquí a trabajar. En el exterior de la casa no parecía haber nadie.

Unos crujidos procedentes del pasillo que conectaba con la sala de estar me alarmaron. Debía hacer algo. Miré a mi alrededor; la cocina tenía un tamaño considerable. Abrí un cajón y vi un montón de cubiertos. Cogí el cuchillo más grande y más afilado con el que me topé y, acto seguido, me escondí bajo la mesa. Cada vez podía oír con más intensidad las inquietantes pisadas. Se dirigían a la cocina. Mi cuerpo se estremeció de repente. Alcé el puntiagudo cubierto, pero mi mano temblaba.

Me hallaba agazapado debajo de la mesa en una postura incómoda. Un músculo se me tensó y mi cuerpo reaccionó como no debía. Me estiré de forma automática fruto del acto reflejo producido por el dolor muscular y mi cabeza golpeó un poco la parte de arriba del mueble. Entonces los pasos se detuvieron de repente. Dejé de escuchar los crujidos en el suelo de madera. Mierda, me había oído. ¿Qué opción tenía? Recé por que no tuviese un arma, no me apetecía morir. Podría haber salido, acuchillado al tipo y haber huido lo más rápido posible, pero no. El miedo me contuvo, me dejó paralizado. El temor me estremeció y un frío me recorrió todo el cuerpo. Era la primera vez que me encontraba en una situación como esta y sabía que no sería la última.

Las pisadas continuaron. El individuo avanzaba paulatinamente. Entonces dejé de oír sus pasos. No porque se hubiese parado, sino porque ahora pisaba sobre baldosas. Estaba en la cocina. Se encontraba en la misma habitación que yo. Me iba a descubrir, de eso no cabía ninguna duda. Agarré el cuchillo con fuerza y miedo; en cuanto asomase la cabeza, se lo clavaría con todas mis fuerzas en su ojo. Nunca había matado a nadie, pero hoy era un buen día para empezar.

Vi sus pies. Se pararon frente a mí. El hombre se detuvo junto a la mesa. Así estuvo varios segundos, los cuales a mí me parecieron horas, y luego se fue por donde vino. Gracias a Dios, me quedé más tranquilo. Aun así seguía inquieto, no sabía qué hacer ahora: ¿salir?, ¿quedarme más tiempo escondido?, ¿largarme y a la mierda todo? Decidí ser cauto: esperé varios minutos debajo de aquella mesa sentado en el frío suelo embaldosado.

Cuando lo vi oportuno, salí de mi cobijo y, lentamente, caminé hacia el pasillo. Abrí poco a poco la puerta del dormitorio y allí estaba el individuo, dormido en su cama. Me acerqué a él sigilosamente con el puñal en alto. El jodido suelo de madera volvió a emitir su característico ruido y pude ver cómo mi víctima abría los ojos. Justo en ese momento le clavé el puñal en su estómago mientras le tapaba la boca con mi mano derecha. Cuando dejó de moverse me aparté de él. Me fui de la casa no sin antes haberle robado todos los objetos de valor que pude. Había sido mi primer robo, toda una aventura. Espero no pasarlo tan mal en mis próximos golpes.

lunes, 25 de mayo de 2009

Práctica de CIE 11: Narración libre (1000 palabras)

Mi perro Tom

Paul siempre se levantaba a las diez de la mañana. Tal precisión no era gracias al despertador, sino que se debía a su perro Tom. Todos los días le despertaba lamiéndole los dedos de su mano, que quedaba sobresaliendo todas las noches de la cama. Tras esto, empezaba a saltar, a ladrar y a corretear por la habitación. Siempre hacía lo mismo a esa hora: era como un reloj; lo cual servía de utilidad para llegar pronto a clase.

Tom estiró con fuerza de la manga del pijama a su dueño y éste empezó a salir de su modorra con dificultad. El chucho comenzó a ladrar con fuerza y a revolcarse por la moqueta.
––Veo que tienes muchas ganas de salir, ¿eh? ––señaló Paul.
El adolescente soñoliento se fue poniendo con parsimonia la ropa para bajar a la cocina. Sus padres le esperaban allí. Su madre estaba cocinando mientras su padre hundía tranquilamente los cereales en la leche con la cuchara.
––¿Qué tal está hoy mi chico? ––le preguntó su madre.
––Muy bien. Más tranquilo después de hacer el examen. Siento que me he quitado un gran peso de encima.
––Me alegro. Hoy a descansar, te lo has ganado.
––¿Puedo llevar a Tom al parque? Creo que tiene muchas ganas de salir.
––Sí, últimamente está que no para quieto; será mejor que lo lleves a dar una vuelta.
Al oír eso, Tom se puso muy contento y empezó a saltar de alegría. Al fin podría estirar las patas. Llevaba encerrado en la casa una semana debido al infernal examen de Paul.

El parque era el único espacio verde de la ciudad. Mucha gente llevaba allí a sus perros para que paseasen, jugasen y se relacionaran con otros perros. La gran mayoría de habitantes de Dharmaville City tenían uno. Eran la mejores mascotas del mundo, y las únicas. La contaminación, la superpoblación y sobre todo la Tercera Guerra Mundial habían acabado prácticamente con todos los animales a excepción de los perros. Aún quedaban muchos vivos, pero en zonas donde no interesaba, partes recónditas del mundo en las que no valía la pena vivir.
––¡Vaya! Qué can tan bonito tienes, Paul ––dijo Leela.
Era Leela, compañera del colegio. No era ni la chica más popular ni la más rara. Aun así tenía un halo especial. Una esencia que hacía de ella una gran muchacha. Desde siempre, Paul se había sentido atraída por ella, aunque él era demasiado tímido como para decirle nada.
––Gracias ––contestó orgulloso––. Lo cuido muy bien. El tuyo también está genial.
––La tuya ––corrigió––. Es hembra.
––¡Ah! No me he dado cuenta. Sí... las hembras tienen...
––Sí, como tetillas... ––dijo la chica con timidez.
No continuó la frase al ver que ambos estaban poniéndose colorados de la vergüenza. Acto seguido los dos se pusieron a reír.

Sus respectivos perros estuvieron jugando un rato por el parque mientras los dos tortolitos charlaban sobre el examen que habían tenido el día anterior. Apenas se apartaban la mirada uno del otro, y esto fue aprovechado por los dos perros para esconderse de sus dueños y tener un lugar de intimidad entre los arbustos. Allí se escondieron y empezaron a articular palabras de forma inteligible.
––Es seguro. Aquí podemos charlar ––dijo Tom.
––Hacía mucho tiempo que no hablaba... ––contestó Jenny, la perra.
––Sí. A muchos les pasa.
––Conozco a uno que tiene un amigo que ya ha dejado de hablar, se le ha olvidado completamente.
––Es lo que pasa si no conversas con nadie.
––Pero ya sabes que pasaría si nos viesen conversando aquí, como si nada.
––Lo sé. Informarían a los guardias y nos ejecutarían. Odio esas estúpidas reglas, nos tratan como si fuésemos perros, joder. Como si nos gustase ser las mascotas de los jóvenes de ahora.
Paul y Leela buscaban a sus perros entre la fronda del parque. Apartaron un par de ramas y allí les vieron. Observaron detenidamente como movían sus bocas y articulaban sonidos. Sus canes estaban departiendo en su mismo idioma.
––¿Cómo es que podéis...? ––preguntó Paul, incrédulo.
––Por favor... ––comenzó Tom––. No se lo digáis a nadie. Nos matarían.
––¿Qué? ¿Por qué?
––Lo tenemos prohibido ––dijo nerviosa Jenny.
––No entiendo nada... ¡habláis! ––exclamó Leela.
––Tu raza nos prohibió hablar hace muchos años. Desde entonces nos comunicamos en secreto. Tratamos de ser discretos. Muchos han sido detenidos y fusilados por ello.
––Y yo que pensaba que erais simples mascotas de compañía ––comentó Paul.
––¿Simples mascotas? ––el comentario molestó un poco al perro––. Déjame decirte algo. Nosotros estamos aquí millones de años antes que vosotros. Hemos pasado por mucho. Guerras, caos, pérdidas. Construimos un gran imperio. Pero llegasteis vosotros y acabasteis con él. ¡Pum! Todo se deshizo. Nuestra raza perdió la lucha y fin.

Paul llegó a casa esa tarde bastante desconcertado. Una de sus verdades inquebrantables se había desplomado como un castillo de naipes. Los chuchos antes eran una raza muy superior que luchó contra ellos. No se lo podía creer. Hasta tenían un lenguaje propio que fue robado por sus antepasados. Prometió a Tom no contar nada a nadie, aun así debía ahondar más en el tema, le picaba la curiosidad. Fue a donde su padre, que había leído mucha historia. Trató de sonsacarle información durante la hora de la comida.
––Papá... ¿qué sabes de los perros?
––¿A qué te refieres? ––contestó su padre dubitativo, mientras cortaba la carne con tranquilidad.
––A su pasado.
––No sé... siempre han sido mascotas. Animales de compañía que nos ayudaban. Bueno, en el pasado no. Antes nos los comíamos. Tras la guerra no quedaba mucho que comer.
––Yo me refiero a su inteligencia. ¿Antes eran listos? ––Paul bebió un sorbo de zumo.
––Hay rumores... se dice que eran una civilización muy avanzada y que tenían un gran imperio. Que los perros controlaban todo el planeta. De hecho, hay teorías que afirman que nuestro lenguaje proviene del suyo. Muchos científicos dijeron que, entre ellos, se hacían llamar...
––¿Cómo? ––preguntó interesado el niño.
––¿Cómo dijeron? ––el padre pensó durante un momento hasta que se acordó de la respuesta––. ¡Humanos! Así es. Antes se llamaban humanos ––vio que el vaso de Paul estaba vacío––. ¿Un poco más de zumo?

Práctica de CIE 10: Final Prefijado (600 palabras)

Relato de CIE carente de interés alguno en donde, a partir de un final, debía construir una historia. No se me ocurrió otra que esta gilipollez. Disfrutadla xD.

Cómo superar la crisis y no morir en el intento

Arturo no se lo podía creer, su vida había dado un giro inesperado de la noche a la mañana. Lo habían echado del trabajo, su cuenta corriente estaba en números rojos, su gato decidió suicidarse... “Todo es culpa de esta maldita crisis”, se lamentaba en su pequeño piso de las afueras. Su mujer, Raquel, era ahora la que traía el dinero a casa gracias a una tiendecita de alimentación. Aun así, con sus mínimos ingresos, sabía que dentro de poco no tendrían para pagar el alquiler. Ésta no era la vida que Arturo deseaba. Estaba deprimido, tirado en su desvencijado sillón. Miraba con ilusión una vieja postal de Phuket, en donde conoció a Raquel hacía ya diez años.

Llamaron a la puerta. Se levantó del sillón y la abrió. Era Miguel, su mejor amigo. Le recibió sin mostrar el más mínimo ápice de alegría. Los dos se sentaron en la mesa de la cocina a planear cómo salir de su crítica situación financiera. La idea de Miguel fue propuesta al principio en plan de broma; aunque, ahora, dadas las circunstancias, resurgía de nuevo el hecho de llevarla a cabo. Se trataba de realizar un secuestro. Arturo debía raptar a su mujer y hacer que su avaricioso tío pagara el rescate. El tío Rodolfo no era una persona rica, pero tenía bastante dinero ahorrado en el banco, lo suficiente como para irse al extranjero y alejarse de la crisis, comenzando una nueva vida. El problema era que él y Raquel se llevaban muy mal; aun así debían arriesgarse, no quedaba otra opción.

A la mañana siguiente cogieron todo el equipo. No disponían de mucho dinero, así que sólo pudieron conseguir dos pistolas del Toy Planet y un par de pasamontañas hechos con las cortinas del cuarto de baño. Se dirigieron a la tienda rápidamente y entraron.
––¡Al suelo! ¡Esto es un atraco! ––gritaron a la vez tratando de disimular sus voces.
Sin embargo Raquel se encontraba ya con las manos levantadas. Un atracador se les había adelantado.
––¡Eh! ––les gritó––. Éste es mi robo, idos a otra parte.
––¡Lárgate tú! ––le increpó Arturo––. Nosotros llevamos planeando esto mucho tiempo.
––¿Y crees que yo no? Acabo de robar en diez establecimientos seguidos, estoy tratando de batir el récord. Soy un profesional.
Miguel, harto de discutir, golpeó al ladrón dejándolo inconsciente. Tras eso, ambos se dirigieron a donde Raquel, que estaba escondida bajo el mostrador. Arturo fue a por ella tratando de no hacerle daño; sin embargo, ella sacó una sartén (no se sabe de dónde) y le propinó a su marido varios golpes en la cabeza. Miguel tuvo que intervenir para interceptar a la mujer y calmar la situación.

Trataron de salir de la tienda con la mujer pero vieron, justo enfrente, un coche de policía aparcado. Los dos “maderos” se encontraban tomando un café, apoyados sobre el lateral del coche. Arturo y Miguel no tuvieron más remedio que volver a la tienda. Era, sin duda, el peor rapto de la historia. No sabían qué hacer; decidieron esperar un poco. El ladrón seguía inconsciente en el suelo; miraron en su mochila, quizá pudiese tener algo útil. Efectivamente, su contenido los dejó sin respiración.
––¿Cuánta pasta hay aquí? ––preguntó Arturo sorprendido.
No se lo creía, estaba totalmente alucinado. El ladrón había cometido varios robos ese día y llevaba su botín completo en la mochila. “Menudo golpe de suerte”, pensó lleno de alegría. Lamentablemente, quedaba salir de aquella situación sin que los pillase la policía.
––Ésas no serán mis cortinas, ¿no? ––dijo Raquel, airada, mirando al secuestrador.
Tiró del pasamontañas de Arturo y le vio el rostro.
––Puedo explicártelo, cariño.
––¡Tú! ¡Has jodido las cortinas que hizo mi madre! ––gritó la mujer.
––Era para una buena causa...
––¡Para secuestrarme, so capullo! Yo a ti te mato.
––Sólo quería que tu tío nos pagara el rescate, nada más.
Raquel les dio varias bofetadas a cada uno y los echó de la tienda. Fueron a un hotel a repartirse el dinero ante el temor de que los viese la policía.

Arturo se miró al espejo de la habitación del hotel en el que se alojaba y sonrió. ¡Qué grande eres, lo has conseguido!, pensó. Ahora podría cumplir su sueño de ir a vivir el resto de sus días a Phuket, en Tailandia, el lugar más bello que había conocido. El único obstáculo que le quedaba era convencer a su mujer, Raquel, para que fuera con él. No sería fácil, estaba indignada después de la jugarreta que le había hecho.

lunes, 18 de mayo de 2009

Práctica de CIE 9: Conversaciones (500 palabras)

Una charla eventual

Estaba en una aburridísima cena con mis tíos cuando dos hombres entraron en el restaurante. Desde el primer momento noté que no eran personas normales. Se sentaron justo detrás de mí, en una mesa pequeña. Pidieron lo que querían tomar a un camarero y empezaron a hablar en bajito.

—No sé… no estoy muy convencido de lo que dices —discrepó dubitativo uno de ellos, el de bigote.

—Hazme caso, no es tan extraño —contestó el otro tipo.

—Ya sabes que no tengo ni idea de esas cosas.

—Ése es el problema, ¡la terminología! Estoy seguro que tras unos ejemplos aclararé todas tus dudas.

—En serio, Doc, déjalo —al parecer, el otro era doctor—. Si tú quieres creer en esas cosas, bien por ti. Yo no he estudiado física ni nada parecido. En el colegio un poco, supongo —no lo dijo muy convencido.

—Si tuvieses una... ¿qué harías con ella?

—Espera —bajó su mirada para ocultar una sonrisa—. Seguimos hablando de una máquina del tiempo, ¿no?

—Por supuesto. ¿A dónde irías? ¿Pasado o futuro? O quizá…

—Mira —interrumpió—, Stephen Hawking dice que eso es imposible. En uno de los libros que me dejaste leí que si se pudiese hacer una máquina del tiempo ya habríamos tenido visitantes del futuro o algo parecido.

—Cierto. A no ser que se creen universos paralelos con cada cambio.

—¿Estás hablando de otras dimensiones?

—En realidad no. Otras dimensiones serían átomos en distinta frecuencia, mundos paralelos a este, pero subyacentes: cielo, infierno, donde habitan los fantasmas… —puso cara de loco al decir esto— yo te hablo, mi querido amigo, de futuros alternativos.

—¡Venga ya! —exclamó el bigotudo— No me creo que existan miles y miles de planetas Tierra en donde todo se ha vuelto diferente porque un día nos movimos un poco más hacia la izquierda.

—La otra opción sería “lo qué pasó, pasó”. En otras palabras, que si viajas en el tiempo es porque es tu destino en la historia. Todo está escrito y hacemos lo que hacemos porque así debe ser. Sin embargo, esta teoría tiene muchas incongruencias.

—¿En serio? —le espetó, con ironía.

—La paradoja del abuelo, por ejemplo. Viajas al pasado y matas a tu abuelo. ¿Qué sucedería entonces? Cortarías de raíz todo el eje espacio-temporal. Tu padre no habría nacido, ni tú tampoco. Desaparecerías del universo. Sinceramente, no tiene ningún sentido.

—Joder, qué lío. Desde que ves esa serie estás todo el día igual.

Perdidos es una gran serie, si no fuera por ella no me habría aficionado tanto a los viajes en el tiempo. Por cierto, vámonos ya a casa que echan otro episodio esta noche. No me lo pienso perder.

—Pues vamos a llegar tarde, lástima que no existan máquinas del tiempo…

miércoles, 6 de mayo de 2009

Práctica de CIE 8: Mejor historia de otro (700 palabras)

Esta historia sucedió hace mucho tiempo, cuando yo apenas contaba tres años de edad. Llegaba la Semana Santa y mis padres decidieron ir a Torrevieja con mis dos abuelas a tomar el sol y a descansar. Así que mi madre, muy previsora, llenó el coche de ropa para todos; y, como no sabíamos a qué hora llegaríamos, también preparó bastante comida (tortilla de patata, carne albardada...), no cabía ni un alfiler. Cuando llegamos, fue una odisea encontrar la urbanización entre la infinidad de ellas. Necesitamos dos horas para encontrar el lugar.

Por fin la encontramos, ya de noche. Mi familia se había citado con unos conocidos para que nos enseñaran dos adosados que quedaban libres. Las casas estaban distribuidas en cuadrados, con jardines pequeños y una fuente en el centro; y así, unas cuantas más, conformaban la urbanización. Mis padres fueron a ver los pisos mientras mis abuelas descansaban, aunque decían que no querían alejarse del automóvil, pero los conocidos contestaron que no tendrían ningún problema.

Fueron diez minutos. Mi parentela eligió el apartamento y volvían al coche a por el equipaje. Según se acercaban, mi madre iba articulando estas palabras: “¿Y las maletas?”. Cuando mi familia llegó al vehículo, vieron que estaba completamente vacío, nos habían dejado con lo que llevábamos puesto. Yo no tenía conciencia de lo que pasaba, era pequeño, pero mi pobre progenitora lloraba de rabia y de impotencia. Dejaron a mis abuelas conmigo en el adosado mientras mis padres iban a denunciar el robo a la Policía. Luego, por si fuera poco, a mí me dio un ataque de asma por la noche y, a falta del Terbasmín, me tuve que conformar con un Chupa-Chups. Los medicamentos del corazón de mi abuela también fueron hurtados.

Mi madre sólo quería volver a Bilbao y dar por finalizadas las vacaciones, ya que las únicas cosas que se salvaron ese día fueron la cámara de vídeo, que llevaba mi aita siempre colgada, y el dinero que, por suerte, guardábamos en la cartera. Sin embargo, tras discutirlo un rato, mi familia decidió quedarse lo que restaba de vacaciones: “Ya nos arreglaremos”, decían mis abuelas.

Domingo por la mañana, no teníamos de nada de comer; estaba todo cerrado excepto un Mercadona. Allí llegamos, cogimos dos carros y empezamos a cargarlos hasta arriba. Lo fundamental era la comida, pero también cepillos de dientes, gel, jabón… estábamos en la cola de la caja cuando mi madre se dio cuenta de que no había comprado Jamón York. Pidió a mi padre y a mis abuelas que permanecieran conmigo mientras ella iba a la charcutería. Al de cinco minutos le ve llegar y éste le pregunta: “¿Está Andoni contigo?”. A mi madre por poco le da un mal. Lloraba mientras trataba de encontrarme yendo de un lado para otro. El supermercado un tamaño considerable, con dos puertas y amplios recovecos.

Cuando la cajera iba a denunciar la desaparición por megafonía, yo aparecí de debajo de uno de los carros, que iban tan llenos que no se me veían. Mi mamá me abrazó desesperada, no sabía si matarme o comerme a besos; afortunadamente, optó por lo segundo.

Después de tantas desdichas, algo bueno nos iba a pasar. En la caja había una promoción de jabón Dove y mi abuela Puri lo compró, dándole un numerito que, si coincidía con la terminación de la lotería del día siguiente, nos devolverían el importe de la compra. Pues, no sé si por gracia divina o algo similar, pero tocó, por lo que recuperamos las 30.000 pesetas gastadas el día anterior.

Durante los días siguientes, ya más tranquilos, mis padres fueron a la Policía para ver si aparecían los carnets, las cartillas del médico, las maletas… no apareció nada. Nos hicimos con un par de prendas, medicamentos para mis abuelas y otras cosas imprescindibles. Tampoco hizo buen tiempo, más bien frío. Así que, visto lo visto, al de pocos días metimos las pocas cosas que nos quedaban en las bolsas de plástico del super y pusimos rumbo de nuevo a Bilbao, deseando no volver nunca más a “ese pueblo de mierda”, como mi familia lo conoce ahora.

martes, 28 de abril de 2009

Práctica de CIE 7: Momento más feliz (600 palabras)

A lo largo de mi existencia he tenido muchos momentos de felicidad; sin embargo, hay uno que, en mi opinión, ha marcado un antes y un después en mi vida. Voy a relatar cómo conocí a Sandra Cobo.

Todo sucedió hace tiempo, en una época de la que no guardo un buen recuerdo, una época en la que me sentía tremendamente solo porque apenas salía con nadie. Mis amigos se dedicaban a ir a bares y a discotecas y a mí eso no me gustaba, me aburría mucho. Entonces estaba aislado, en mi casa, con mucho tiempo libre. Lo cierto es que no me arrepiento ya que fue en esa época donde empecé a escribir cuentos y a desarrollar mi creatividad a costa de sumirme en un ostracismo autoimpuesto.

La primera vez que la vi fue en abril; nos presentó una amiga común por Messenger y, desde la primera conversación, sentimos que nos conocíamos desde siempre. Fue una sensación extraña. Bueno, en realidad, al principio pensé que ella era una chica bastante rara, y ella pensó igual de mí. Pronto descubrimos que éramos personas muy parecidas -es decir, frikis- y con los mismos problemas sociales: ella tenía amigas con las que no quería estar, por esta razón salía poco de casa y también se aburría de su rutina diaria. Ambos hablábamos prácticamente a todas horas vía Internet y, lo más raro de todo era que no nos hastiábamos de charlar. Nos pasábamos todo el rato contándonos cosas nuevas. Era un aspecto que me gustaba de ella: no se comportaba como los demás, siempre teníamos algo interesante de qué departir o, si no resultaba interesante, al menos entretenido. No tenía nada que ver con rodearme de mis compañeros del colegio, cuya historia diaria era la borrachera que habían pillado el sábado anterior.

Un día nos aventuramos a quedar en solitario, sin intermediarios, y, aunque al principio hubiese algo de timidez, pronto comenzamos a platicar de nuestra vida íntima y de nuestros problemas en general, además con la total confianza. También conversábamos de cosas intrascendentes como la cultura japonesa que tanto le gusta a ella o sobre mis historias de miedo y ciencia-ficción que tanto me caracterizan. Incluso, sin apenas conocernos, empezamos a hacer planes de futuro como rodar un corto en Noja sobre la corrupción inmobiliaria. De hecho, una vez no hace mucho, tratamos de hacer uno que no salió muy bien; pero eso ya es otra historia.

Durante ese verano no paramos de salir, estábamos todos los días juntos, siempre hablando y contándonos cosas. Nunca, en todo el tiempo que llevaba en este planeta, había conectado tan bien con una persona y eso hizo que pasara de una existencia tediosa, sin apenas nada que hacer, a otra con algo más, alguien con quien podía compartir muchas cosas, entre ellas mis sentimientos. Antes éramos dos personas bastante introvertidas, pero todo eso cambió, aprendimos a relacionarnos con la gente y eso hizo que diéramos un paso más hacia delante.

Si no la hubiese conocido, mi vida sería radicalmente distinta. No logro imaginar lo que hubiera pasado, sería horrible. Me alegro mucho de tenerla a mi lado, es una gran ayuda. Todo el mundo cree que somos novios porque es difícil que estemos un par de días separados; sin embargo, no lo somos. Lo nuestro es amistad, una amistad muy profunda, inalterable con el tiempo. Ya han pasado dos años desde que nos presentaron, pero parece que ha sido una eternidad llena de momentos divertidos y entrañables. Esperemos que siga así mucho tiempo.