martes, 30 de junio de 2009

Relato: El final del sueño

El Final del Sueño

Malefackis llegó a la clase de literatura cinco minutos antes, como de costumbre. Abrió la mochila, sacó los libros y los dejó sobre la mesa. Se sentó en su pupitre y esperó a que los demás estudiantes fuesen llegando. Entonces apareció Selabí y tomó asiento junto a él. Malefackis estaba contento, literatura era su clase favorita.
–¿Has visto el email que ha mandado el profesor? –le preguntó Selabí.
–No, ¿qué decía?
–A ver, silencio –pidió el profesor.
–Ahora lo dirá –contestó en bajito Selabí.

El tiempo pasaba y no decía nada del email. Aun así, los dos estudiantes se habían olvidado del asunto y Malefackis estaba absorto en la clase, todos los días aprendía cosas nuevas y se lo pasaba genial pensando el libros y autores. Disfrutaba de cada rasgo característico de los escritores, de sus inquietudes y de sus secretos más íntimos. Ciertamente el profesor era un gran profesional de la enseñanza y explicaba con gran maestría la asignatura. Malefackis tenía el libro de literatura plastificado para que jamás se manchase, para evitar que cualquier gota de agua entrase en contacto con sus páginas. Habían llegado al ecuador del curso y dentro de nada iban a tener vacaciones. Malefackis quería más. Quería seguir dando clases de literatura, quería dar esas clases para siempre.
–Bueno chicos –empezó el profesor–. Os tengo que dar un aviso, aunque seguramente lo habréis leído ya en el email. Debido al nuevo cambio en el Plan Bolonia, ya no va a haber más literatura.
Malefackis notó algo en su interior, una rabia descontrolada. Su mano derecha se cerró en un puño mientras blandía su brazo de atrás hacia delante a la vez que con voz grave gritaba: “¡¡¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!!!”

El profesor y sus compañeros se quedaron mirándole, atónitos. Desconcertados. Malefackis no paraba de blandir el brazo con el puño en alto gritando “¡¡¡Noooooooooo....!!!” Cada vez se iba poniendo más rojo y más rojo, no paraba de gritar. En todo el rato que llebaba gritando “No” no había respirado ni una sola vez. De pronto, las ventanas estallaron en mil pedazos. Las gafas del profesor también. Y, en un abrir y cerrar de ojos, la cabeza de Malefackis saltó en pedazos descomponiéndose en pequeños cachitos rojizos. Todo el aula acabó bañada en un charco de sangre.

Moraleja: Ten siempre una bayeta a mano porque nunca sabes cuando uno de tus alumnos puede estallar en pedazos.

sábado, 13 de junio de 2009

Práctica de CIE 12: Narración libre (600 palabras)

Un extraño en la casa

Miré a mi alrededor. Las luces del salón estaban apagadas. No había nadie. Más bien no veía a nadie, porque tenía el claro presentimiento de que allí había alguien. Me moví con lentitud por la habitación tratando de hacer el menor ruido posible y descubrirle. El sonido de la madera bajo mis pies era suficiente para delatar mi posición. Fui lo más rápido posible a la cocina, zona de azulejos, donde mis pisadas dejaron de tronar.

Una vez en la cocina miré por la ventana. Afuera se respiraba calma. Era la típica noche de verano de un barrio tranquilo, en una ciudad tranquila, sin apenas vecinos. La mayoría se encontraban de vacaciones en lugares exóticos. Yo no, yo debía quedarme aquí a trabajar. En el exterior de la casa no parecía haber nadie.

Unos crujidos procedentes del pasillo que conectaba con la sala de estar me alarmaron. Debía hacer algo. Miré a mi alrededor; la cocina tenía un tamaño considerable. Abrí un cajón y vi un montón de cubiertos. Cogí el cuchillo más grande y más afilado con el que me topé y, acto seguido, me escondí bajo la mesa. Cada vez podía oír con más intensidad las inquietantes pisadas. Se dirigían a la cocina. Mi cuerpo se estremeció de repente. Alcé el puntiagudo cubierto, pero mi mano temblaba.

Me hallaba agazapado debajo de la mesa en una postura incómoda. Un músculo se me tensó y mi cuerpo reaccionó como no debía. Me estiré de forma automática fruto del acto reflejo producido por el dolor muscular y mi cabeza golpeó un poco la parte de arriba del mueble. Entonces los pasos se detuvieron de repente. Dejé de escuchar los crujidos en el suelo de madera. Mierda, me había oído. ¿Qué opción tenía? Recé por que no tuviese un arma, no me apetecía morir. Podría haber salido, acuchillado al tipo y haber huido lo más rápido posible, pero no. El miedo me contuvo, me dejó paralizado. El temor me estremeció y un frío me recorrió todo el cuerpo. Era la primera vez que me encontraba en una situación como esta y sabía que no sería la última.

Las pisadas continuaron. El individuo avanzaba paulatinamente. Entonces dejé de oír sus pasos. No porque se hubiese parado, sino porque ahora pisaba sobre baldosas. Estaba en la cocina. Se encontraba en la misma habitación que yo. Me iba a descubrir, de eso no cabía ninguna duda. Agarré el cuchillo con fuerza y miedo; en cuanto asomase la cabeza, se lo clavaría con todas mis fuerzas en su ojo. Nunca había matado a nadie, pero hoy era un buen día para empezar.

Vi sus pies. Se pararon frente a mí. El hombre se detuvo junto a la mesa. Así estuvo varios segundos, los cuales a mí me parecieron horas, y luego se fue por donde vino. Gracias a Dios, me quedé más tranquilo. Aun así seguía inquieto, no sabía qué hacer ahora: ¿salir?, ¿quedarme más tiempo escondido?, ¿largarme y a la mierda todo? Decidí ser cauto: esperé varios minutos debajo de aquella mesa sentado en el frío suelo embaldosado.

Cuando lo vi oportuno, salí de mi cobijo y, lentamente, caminé hacia el pasillo. Abrí poco a poco la puerta del dormitorio y allí estaba el individuo, dormido en su cama. Me acerqué a él sigilosamente con el puñal en alto. El jodido suelo de madera volvió a emitir su característico ruido y pude ver cómo mi víctima abría los ojos. Justo en ese momento le clavé el puñal en su estómago mientras le tapaba la boca con mi mano derecha. Cuando dejó de moverse me aparté de él. Me fui de la casa no sin antes haberle robado todos los objetos de valor que pude. Había sido mi primer robo, toda una aventura. Espero no pasarlo tan mal en mis próximos golpes.