viernes, 27 de noviembre de 2009

Relato - Cómo me converti en un suicida

En la útlima práctica de CIE II nos mandaron continuar el libro "Cómo me convertí en un estúpido" de Martin Page. Se trataba simplemente de añadirle un capítulo más, estirar alguna escena. Mi parte favorita del libro es cuando Antoine va al cursillo de suicidas, así que me puse a ello.
El libro me gustó mucho, tiene mucho humor absurdo. Por si no lo habéis leído os dejo aquí la sinopsis: Antoine es un joven experto en La Apocoloquintosis (la transformación en calabaza) del divino Claudio de Séneca, habla con fluidez el arameo, sabe reparar motores de cazas de la primera guerra mundial y no compra prendas fabricadas por empresas que utilizan mano de obra infantil. Sin embargo, su inteligencia, sus conocimientos demasiado especializados y su sensibilidad no le procuran la menor satisfacción, sino que, al contrario, le paralizan y le sumen en una melancólica soledad, lo que desconsuela a Ganja, Charlotte, Rodolphe y As, sus estrambóticos y adorables amigos. Tras intentar varias veces diluir su lucidez (primero en alcohol, con la esperanza de llegar a ser un consumado borracho; luego anulándola mediante la muerte, para lo que se inscribe en un hilarante cursillo para suicidas), Antoine busca medios más extremos: ¿qué tal una lobotomía? Tal vez sólo se trate de integrarse un poco en la sociedad, de convertirse en un imbécil más. No tiene más que mirar a su alrededor, y un nuevo camino se abre ante él, lleno de rocambolescas situaciones.
Y ahora, el relato:


Cómo me convertí en un suicida

Antoine llegó a su piso con una bolsa de plástico en la mano. Nada más entrar fue a la cocina a hacerse una tila, luego sacó de la bolsa una soga y la colgó del techo. No sabía muy bien cómo hacerlo, así que miró las instrucciones.
“Advertencia: el suicidio puede matar.” Así comenzaba el folleto que le había dado la profesora Astanavis sobre cómo suicidarse de una manera eficaz. “Uso de la soga:
Paso 1: Colgar el extremo de la cuerda del techo, generalmente de la lámpara.
Paso 2: Hacer un nudo y rodearte el cuello con él.
Paso 3: Morir.” Todo aclarado, menos las dudas sobre por qué lo hacía.
Siguió el paso 1. y, cuando estuvo listo, se bebió la tila de un trago. Se subió con lentitud a la mesilla de la sala de estar y, como era bajito, saltó para ponerse la soga al cuello. Paso 2., trataba de morir, pero Antoine estaba incómodo: la soga le picaba.
Fue a su cuarto a por una bufanda para evitar el roce de la soga y volvió a intentarlo. No pudo, se partía de risa cada vez que pensaba en la cara con la que se quedaría los que le encontrasen ahorcado con una bufanda de ositos.
Siguiente intento, ya más serio. Paso 3.: esperó a la muerte, pero esta no llegaba. No se ahogaba, la soga apenas apretaba. Alzó sus manos para tratar de ajustarla, pero debido a su poca fuerza no fue capaz. Decidió balancearse para hacer bajar el nudo de la soga. Empezó flojo, pero a medida que iba y venía fue ganando velocidad, ya notaba la falta de respiración. Sin embargo, tanto balanceo hizo ceder la lámpara y la cuerda se soltó. Antoine salió disparado y atravesó la ventana en un suspiro. Mientras volaba por el patio interior fue perdiendo la consciencia. Cuando despertó estaba incrustado en un armario del primer piso con un paramédico quitándole astillas del cuerpo.

–El método de la soga no ha salido como yo esperaba –se lamentó Antoine, cabizbajo.
La profesora Astanavis miraba algo en el ordenador de su despacho.
–No te preocupes, Antoine, al principio todos tienen problemas con la soga. Voy a buscarte algún otro método.
–Verá... Yo había pensando en el envenenamiento, como Sócrates. Soy... era un gran admirador suyo. Bueno, en realidad fue condenado...
–¿Envenenamiento? ¿Qué forma de morir es esa? ¿Tiene algún mérito?
–Yo pensaba...
–¡No! El veneno es una forma muy cobarde –contestó enfadada–. ¿Tienes una pistola en casa?
–¿Perdón?
–Es un método fácil: coges la pistola, te apuntas a la cabeza y disparas. Si sale mal es que eres un estúpido.
–Gracias, me lo tomaré como un cumplido.
–Luego tenemos a gente como Kurt Cobain –dijo señalando una foto suya colgada de la pared–, que innovó con el uso de la escopeta. Pero eso ya es muy pro, con un revolvercito te puedes apañar.
–No, no quiero armas de fuego. Si la soga ya ha salido mal, imagínese con una pistola. Seguro que me quedo vegetal.
–Está bien, voy a ponerte un padrino. ¡Jacques! –gritó la profesora Astanavis.
En el despacho entró un tipo alto, con barba gris y ropa vieja y maloliente.
–Antoine quiere suicidarse de forma rápida y sencilla, creo que tú podrías aconsejarle.
–Claro –contestó el hombre–. Ven, sígueme.

–¿Prefieres que me tire yo primero? –le dijo Jacques a Antoine desde la azotea.
–No estoy muy seguro de que quiera hacerlo –respondió mirando al vacío.
–Yo te enseño, mira: tú piensa en todo lo que te cabrea del mundo, cierras los ojos y te tiras. Vas a hacer un gran favor a todas esas personitas que ves ahí abajo –dijo mientras señalaba a la gente que pasaba por Place Clichy.
–Decirlo es muy fácil, pero después de lo de ayer se me han quitado las ganas. Además, no quiero acabar despachurrado contra la acera, prefiero algo mejor.
–Ah, tú lo que quieres es una muerte espectacular, ¿no?
El suicida se bajó de la cornisa y miró a Antoine con ojos brillantes de emoción.
–No es eso... –Pero Jacques no le dejó acabar la frase.
–Muchos amigos míos del club han muerto con estilo. Por ejemplo, Arnaud murió metiéndose petardos por el culo; Florian pasó al otro barrio gracias a una sobredosis de Viagra, si ves qué risas nos echamos... Sobre todo el forense.
–Lo siento, Jacques, pero no lo veo.
–Debes hacerlo, amigo mío. Cuando tengas cuarenta años te echarán del trabajo, tu mujer te pondrá los cuernos, no podrás pagar la jodida hipoteca y te expropiarán tu propia casa. ¡Tu propia casa, Antoine! Ahora vivo en las alcantarillas comiendo ratas y desperdicios.
Antoine veía emocionarse a Jacques cada vez más, hablaba y acercaba su cara a él. Notaba como pequeños escupitajos salían de su boca excitada y se estrellaban contra su cara.
–Tengo un sueño, Antoine. –Antoine se preguntaba si era necesario repetir tanto su nombre, ¿estaría necesitado de cariño?
–¿Cuál es tu sueño?
–Morir –contestó con una mirada desgarradora.
Antoine recibió varios escupitajos más, cerró los ojos y dio varios pasos hacia atrás.
–Quiero despachurrarme contra la calle cuando pase mucha gente, Antoine. Y quiero que haya mucha gente para que lo vean, para que trocitos de mí queden impregnados en ellos, y cuando se miren al espejo digan: “Yo vi morir a Jacques Langois”. Qué envidia me da Emmanuel.
–¿Qué... qué le pasó? –preguntó Antoine con voz trémula. Tenía dudas sobre si quería saberlo.
–Murió limpiando las hélices de un avión en marcha. Todo un pro. Se encontraron trocitos suyos a más de veinte kilómetros del aeropuerto.
Hubo un momento de silencio tenso. Antoine se había quedado sin habla. Estaba pensando en Emmanuel junto a una hélice de avión. Tragó saliva. Su nuez subía y bajaba por su cuello escuálido.
–Creo que no me voy a suicidar. Aún soy muy joven. Me voy. Adiós. No me sigas –dijo entrecortadamente caminando de espaldas hacia la puerta de la azotea.

Antoine bajó a la calle. Quería olvidarse de la palabra “suicidio”. Su plan era volver a casa y buscar otra forma de convertirse en un auténtico estúpido. Justo cuando cruzaba el portal oyó un grito. Miró hacia arriba y vio como Jacques caía desde la azotea. Pudo contemplar con horror cómo su cuerpo se hacía mierda contra el asfalto. Una ola de sangre manchó la ropa de un transeúnte que pasaba cerca.
–Maldito suicida cabrón... –el transeúnte se acercó a Jacques. Este aún seguía vivo, movía sus manos y piernas en el charco de sangre.
–Me llamo Jacques Langois, recuerda mi nombre –dijo con dificultad, ya que tenía la mandíbula inferior desencajada.
–¡¡Me voy a acordar de tu puta madre, esto ya no se quita!! –le increpó señalando las manchas de sangre al mismo tiempo en que le propinaba una patada.
La sirena de la ambulancia se hacía cada vez más audible.

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