–Necesito que me prometas que todo irá bien– dijo Leung mientras rodeaba con sus brazos a Kim.
–Ya me conoces –dijo la chica con una sonrisa–, no soy muy buena cumpliendo promesas. Pero ¿sabes qué? Trataré de hacerlo lo mejor posible. ¿Tienes miedo?
–Estoy nervioso. Sólo quiero estar seguro.
–Parece como si no confiases en mí, tu mujer –su tono de voz se volvió más cariñoso–; ni en tu mejor amigo.
–Me cuesta, Kim. Todo ha sido tan rápido... Es una puta locura –Leung sonrió– y me gusta.
La mugrienta puerta del almacén se abrió de repente. Ong entró en la habitación, interrumpiéndoles.
–Llegó la hora del atraco, parejita –les informó con tono burlón.
Los tres se prepararon para el trabajo. De una estantería cochambrosa cogieron varias armas con munición no letal y un pasamontañas cada uno. Salieron de allí con trajes negros, portando los rifles y equipados con chalecos antibalas, por si acaso. Hacía un calor infernal en mitad del desierto.
Un coche esperaba en la puerta del almacén, junto a un rótulo que decía: “Almacén de sandías Jihsui”. Antes era un coche rojo, ahora parecía naranja-grisáceo debido al óxido. Ciertamente era un atraco con estilo.
–¿En serio no pudiste encontrar otro mejor? –preguntó Leung a Ong sin dejar de mirar con desgana la tartana.
–El poco dinero que teníamos lo gasté en armas y chalecos. Pero tranquilos, funciona bien.
Montaron, Ong arrancó y el coche se alejó por la carretera más desierta de toda China.
Una hora después, el coche ya estaba aparcado cerca del pequeño banco de Vonding. Los tres observaban con atención la puerta del edificio.
–Si tenemos suerte –empezó Kim mientras se metía una pipa de girasol a la boca–, puede haber muchísima pasta.
–Quizá no sólo consigamos ir a América, sino que conseguiremos ser ricos en América –contestó Ong.
–Venga Leung, anímate un poco –Kim trató de alentar a su marido, que estaba callado en el asiento de atrás–. ¿Quieres una pipa? Están buenísimas.
–No, gracias –contestó seriamente Leung–. Es sólo que no quiero que le pase nada al bebé.
–No le pasará nada –contestó Kim mientras se frotaba la tripa con cariño–. Tiene un chaleco antibalas y una madre muy precavida.
–Ya están cerrando –informó Ong saliendo del coche–. Venga, a moverse.
–Siempre metiendo prisa... –murmuró Leung.
–Es tu amigo, a mí no me mires –Kim cogió su rifle y salió a la calle, justo detrás de Leung.
Tras una ráfaga de falsos disparos y una salida rápida, los tres atracadores se apresuraron a llegar al coche. Cargaron las bolsas de dinero en el asiento de atrás y abandonaron la escena antes de que llegase la policía.
–¡¡Somos ricos!! –exclamó Kim desde el asiento delantero–. ¡¡Ricos!!
–Me alegro de que haya salido tan bien –Una sonrisa se dibujaba en el rostro de Leung por primera vez–. Además ha sido rápido y limpio, sin heridos.
–¿Qué? ¿Estás más tranquilo? –le preguntó Ong.
–Más o menos. Cuando lleguemos al almacén ya te diré.
–Ahora lo único que tenemos que hacer –terció Kim muy animada–, es elegir un estado. Siempre he querido ir a California.
Una vez en el almacén, Leung parecía más excitado de lo normal. Pusieron el dinero encima de una mesa y, para celebrar el triunfo, Ong descorchó una botella de cava.
–Es hora de hacer las maletas –brindaba Kim.
–Me gustaría poder hacerlas, pero lo único que tengo es una bolsa deforme –comentó Leung mientras vaciaba de un trago el cava de su copa.
–Al final no ha sido para tanto, ¿verdad, Leung? –le dijo su amigo.
–No. Todo ha salido bien... No sé por qué tenía la estúpida idea de que algo iba a salir mal, creo que debo confiar más en mí mismo.
–En ti mismo sí, pero no en los demás.
Leung entendió qué quería decir Ong segundos después de que una bala le atravesase la parte superior del pectoral derecho. Cuando se quiso dar cuenta, estaba tirado en el suelo, sangrando, mientras Ong, con una pistola en la mano, se reía de él.
–¿Por qué le has disparado? –preguntó Kim algo enfadada.
–Me da igual que le hayas cogido cariño a este idiota, no pienso correr riesgos. Podría chivarse a la poli.
–No quiero que sufra.
Ong agarró a Kim y la besó delante de Leung. Quería que él lo viese.
–Cariño –empezó Ong–, ¿podrías traerme un cuchillo de esos de partir sandías? Mientras, Leung y yo tenemos que hablar de cosas de hombres.
Kim salió de la habitación diligente. Ong se acercó lentamente a Leung. Éste no se podía creer nada, su realidad había cambiado en menos de un minuto. Ya no iba a irse a América, lo iban a trocear y a tirar a algún hoyo metido dentro de alguna bolsa.
–Has sido de gran ayuda. Eres bueno planeando robos. Mira el lado bueno –Ong rió–, has contribuído a que tu mujer y tu hijo vayan a disfrutar toda su vida. Lo malo... es que tú mueres.
Leung miraba a Ong con incredulidad. Su mejor amigo lo había traicionado, su mujer también. Las dos personas en las que más había confiado le acababan de disparar.
–No es nada personal, pero ya sabes cómo son los celos. No queremos que te chives ni nada por el estilo.
Ong se acercó demasiado. Leung, desde el suelo, le propinó una fortísima patada en la rodilla. El hueso crujió como un madero astillándose y su pierna se dobló hacia adentro. Ong cayó mientras gritaba de dolor. Desgarradores pinchazos en el pecho hacían que Leung se incorporase con dificultad, pero poco a poco lo consiguió. Vio la pistola en el suelo y fue a por ella. Cuando la pudo coger, Ong estaba tratando de escapar cojeando y arrastrando la pierna rota por el suelo.
No hubo intercambios de palabras. Leung disparó y varias balas agujerearon la espalda de Ong mientras chorros de sangre se expandía por las paredes.
En ese momento entró Kim con un alargado cuchillo de cortar sandías. Al ver horrorizada a su amante muerto, fue a donde Leung con el arma en alto, lista para amputar extremidades. La chica se abalanzó sobre él con violencia. El cuchillo iba y venía. Forcejearon. Los pinchazos del pecho se hacían insoportables, tenía que hacer algo ya. Leung agarró la mano de su oponente, se la retorció, y con un fugaz movimiento, la hoja atravesó el esternón de Kim.
–¿Qué he hecho? –se preguntaba Leung aún con el cuchillo en la mano. El cuerpo de Kim yacía en el suelo, sobre un charco de sangre. No sólo había matado a su mujer, también a su hijo.
Leung salió del almacén dejando atrás muchas cosas: varios cadáveres, el dinero del atraco, varios melones podridos... y la confianza. De lo que no se había deshecho era del cuchillo con el que había matado a su única familia. Lo miró con detenimiento y, tras unos segundos, intentó clavárselo en el estómago. Apretó los dientes, cerró los ojos. No pudo. Alguien tendría que hacerlo por él.
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