No es que fuese un local muy grande, apenas había sillas para quince comensales sin contar con los taburetes de la barra. Tenía una curiosa forma de L: en uno de sus extremos estaba la entrada y, en el otro, el carrito de las salsas. Y es que estas salsas eran lo que le daba el toque especial al lugar. Un buen restaurante debe distinguirse de los demás, destacar por algo; éste resaltaba por su gran variedad de salsas.
Sus paredes eran de un color amarillo claro, atravesadas por varias cenefas de madera azul. La barra se componía de adornos metálicos que le daban un aspecto brillante y moderno, aunque los mencionados taburetes parecían de los años setenta. Tras la barra se amontonaban de manera ordenada docenas de botellas de distintas bebidas. Pero lo más moderno del local, sin lugar a dudas, era la televisión de plasma que colgaba sobre la puerta del baño.
El camarero patoso estaba preparando las mesas para los próximos clientes, mientras Ed, el jefe, limpiaba la barra y le daba el aspecto más lujoso posible. Era un hombre simpático que te atendía entre bromas y chistes; incluso, para hacer la gracia, tenía colgado en la entrada del local un diploma que certificaba su doctorado en perritos calientes. Doctorado o no, sabía muchos trucos culinarios. Por ejemplo, si querías, te explicaba cómo conseguir distintos sabores combinando las diferentes salsas. Su barba de color castaño le daba la apariencia de una persona más mayor de lo que era.
Un travieso vaso trató de desafiar las leyes de la gravedad impuestas por Einstein y acabó fracturado en mil pedazos. La culpa había sido de Patoso, donde, una vez más, ponía de manifiesto su cualidad más característica. “¡Ya van tres vasos en lo que va de día!”, le regañaba Ed, disgustado. El pobre chaval se quedó inmóvil, con la cabeza gacha. Después de que el jefe le echase la bronca fue tras la barra a coger una escoba para recoger el desastre que había armado.
De la cocina salió la cocinera, una chica de unos treinta años que, por sus pintas, parecía que iba a empezar a rapear sobre una de las mesas. Eso sería posible si no estuviese embarazada. Era una versión adulta de Juno. Se movía con lentitud entre las mesas y con poco esfuerzo se subió a uno de los taburetes. De allí cogió un bolígrafo y se puso a hacer crucigramas. Era evidente que aún no habían tenido clientes ya que su delantal estaba impoluto.
Ed cogió los grandes manteles de papel color granate y los fue colocando en sendas mesas. Por las paredes del restaurante se podían ver varios cuadros que mostraban, en distintas épocas, fotografías o carteles relacionados con el ámbito de la comida rápida. La verdad, aquél era un lugar de comida rápida, pero no podías irte de él con celeridad, al menos no sin probar sus sabrosas tortitas con el exquisito sirope de arce por encima.
Los primeros clientes llegaron, quizá atraídos por el dulce olor del sirope. Se acercaron a la barra dispuestos a disfrutar con estos camareros y, sobre todo, de la comida que iban a recibir. Bon appétit.
2 comentarios:
Un apunte: eran 600 palabras XD
Por lo demás, muy bien sorprendiendo siempre con tus prácticas.
Andonillo, ¡a ver si actualizas más!
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