miércoles, 14 de abril de 2010

Relato - El doble de Ballard (1ª parte)


Cuando Jim Ballard entró en la estancia vio un reguero de sangre en el suelo. Sabía que las cosas iban mal, sabía que lo que iba a encontrar al doblar la esquina del salón no era nada bueno. En la ventana se reflejaba la luz de las sirenas de los coches de policía que esperaban abajo. Respiró hondo y se aventuró a avanzar hacia la oscuridad de la sala de estar. El cuerpo de un hombre colgaba del techo boca abajo. Un riachuelo rojo recorría su cuerpo de arriba abajo. Una mezcla de mal olor y desagrado invadió el estómago de Ballard, que se dio la vuelta y volvió con sus compañeros.
–Debe llevar muerto dos días por lo menos –comentó Ballard a los demás agentes.
–Le conocías, ¿no? –le preguntó Powell, su jefe.
–Era mi informante. Quizás alguien descubrió que me estaba pasando información...
Los forenses bajaron el cadáver del techo y lo pusieron en una bolsa. Miranda, la forense, se fijó en las puñaladas del pecho. Le abrió la camisa y vio una palabra escrita a cuchilladas en su pecho: Ballard. 

–Señor... –avisó la forense.
–Igual que el anterior –comentó Powell sin la más mínima sorpresa–. ¿Me crees ahora cuando digo que alguien va a por ti, Ballard?
–He jodido a tanta gente que no me sorprende.
–Quiero que investigues a todos los que has detenido, a cualquiera que pueda hacer algo así.
Ballard asintió y salió del piso. Ese asesino ya había matado a dos personas, la primera fue su antiguo tutor de alcohólicos anónimos, ahora su informante. En el primer asesinato no habían encontrado ninguna prueba, sin duda era un asesino profesional. Profesional y sanguinario. Buscaba a un loco, un psiscópata.
Ballard se quedó hasta las tres de la mañana en la comisaría junto con su amigo, el agente Hawks. Sus mesas estaban cubiertas de una montaña de papales impresionante. Eran todos los casos en los que había trabajado. Pegó un sorbo al café y continuó investigando. Odiaba tener que leer mientras un asesino loco había matado a dos personas. Si por alguna razón iba a por él se preguntaba por qué no le mataba directamente.
–Voy por un donut –le dijo Hawks–. ¿Quieres uno?
Ballard negó con la cabeza y continuó con su investigación. Tomó otro sorbo de café sin apartar su vista de los informes. Llevaba más de cuatro horas leyendo y sentía su vista cansada. Se quitó sus gafas de leer y se apretó los ojos con fuerza. Cogió la taza de café para evitar dormirse, pero sus fuerzas flaqueaban. En ese momento se le empezó a nublar la vista. Las letras parecían juntarse y moverse por los folios. Una gran extenuación se extendió por todo su cuerpo. Perdió el conocimiento.
Cuando los demás agentes le despertaron pudo ver los rayos de sol entrar por las ventanas de la comisaría. Todos estaban con caras de asombro y de pasmo. Ballard notó cómo sus compañeros le arrastraban con fuerza.
–Llevadle a la sala de detención –le increpó Powell.
Entonces vio el cadáver de Hawks tirando encima de la mesa con el pecho ensangrentado.
–¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? –Pero las palabras de Ballard quedaron en silencio.
El agente Ballard fue esposado en la sala de interrogatorios ante la atenta mirada de Powell y del agente Roth.
–No fui yo, lo juro, me echaron algo en el café... –Ballard estaba muy alterado. En un abrir y cerrar los ojos su amigo había sido asesinado y, al parecer, le echan las culpas de todo.
–Quiero que mires este video –La voz de Powell parecía calmada.
El jefe de policía introdujo una cinta en el aparato de reproducción y en la pantalla apareció una grabación de seguridad. Un tipo vestido completamente de negro y con sombrero atacaba a alguien en una estación de metro completamente vacía.
–¿Recuerdas el asesinato de George? –El jefe se refería al primer asesinato. –Hemos conseguido aclarar la imagen para ver la cara del asesino.
En un punto concreto, mientras el misterioso asesino arrastraba el cadáver hacia los baños, donde lo encontrarían los policías al día siguiente, se le vio un poco la cara. Powell hizo zoom con el mando hacia el rostro. Los píxeles fueron desapareciendo hasta formar un rostro más o menos reconocible. Ballard miró la pantalla con incredulidad, los ojos se le salían de las órbitas. Era su cara. Era él.
–Lo juro por todo lo que quiera, no fui yo –Ballard sudaba, toda la sala daba vueltas en torno a él, con la mirada de su jefe clavada en sus pupilas.
–Lo sé, tranquilo –El jefe le puso una mano en el hombro. –¿Tenías un hermano gemelo, no? Le queremos a él.
Ballard miró a su jefe con estupor.
–Mi hermano está muerto. Yo lo maté.

Cuando el pequeño piso de la familia Ballard ardió sólo sobrevivió Jim. Tenía diez años cuando tuvo que salir por la escalera de incendios con su hermano siamés gimiendo de dolor por las quemaduras. Sin embargo, las escaleras, al igual que todo lo que había en aquel barrio de mala muerte a las afueras de Nueva Jersey, eran de mala calidad. Acabaron rompiéndose, haciendo que Jim y su hermano cayesen desde una altura de ocho pisos. Jim habría muerto de no haber caído encima de su hermano, amortiguando el golpe. Cuando Jim recuperó el conocimiento su hermano tenía la cabeza abierta, el suelo del patio interior estaba encharcado de sangre. Jim tuvo que arrastrarse como pudo tratando de buscar ayuda. Los bomberos estaban llegando, oía sus sirenas.
Despertó en un hospital, sin hermano, sin familia y sin nada.
–¿Dónde está mi hermano? –preguntó Jim sin fuerzas. Se sentía raro al no tener medio tronco saliendo de su cintura. Sólo le quedó una enorme cicatriz en su costado izquierdo.
–Tuvimos que separarte de él –dijo el médico–. Lo siento, no hemos podido hacer nada...

–Parece que tu hermano está vivo y quiere vengarse por lo ocurrido en el incendio de tu casa–le explicó Powell.
–Eso es imposible...
Ballard buscaba en su memoria alguna pista, pero no recordaba bien el tiempo que pasó en el hospital. Consiguió olvidarlo, sin embargo, las pesadillas reaparecieron tras algún tiempo. Era como si alguien se metiese en su cabeza y le obligaba a mirar una y otra vez el incendio. El psicólogo le dijo que era él mismo, que se culpaba de lo ocurrido. Jim no provocó ningún incendio, fue su hermano.
–Creí que lo de los gemelos malvados sólo ocurría en las películas malas de los años cincuenta–comentó Roth con sorna.
–No puede seguir vivo porque no podían separarnos sin que uno de los dos muriese.
–Tengo el nombre del médico que realizó la operación –dijo Powell sacando un sobre de su maleta. Lo dejó junto a Jim–. Deberías ir a investigar.
–¿Cómo voy a detener a mi hermano siamés? Es absurdo –Ballard hablaba con Roth en el coche–. Está muerto.
–Ya has visto la grabación. No hay duda.
–No tiene sentido –suspiró–. ¿Ha vuelto para vengarse de un incendio que provocó él jugando a sus juegos macabros?
–Ya has visto lo que es capaz de hacer... ¿Quién sino podría ser? Hasta ahora has detenido a delincuentes y atracadores. Este tío está muy muy loco, y te odia mucho. ¿Quién puede odiarte más que el hermano al que... bueno, mataste sin querer.
–Hemos llegado –contestó Ballard frenando en las puertas del hospital.
Ballard preguntó en recepción por aquel médico y le dijeron dónde se encontraba. Ambos policías atravesaron el hospital y entraron en su despacho sin llamar, no quería perder el tiempo.
–¿Dónde está mi hermano? –preguntó Jim sin fuerzas.
–Tuvimos que separarte de él –dijo el médico–. Lo siento, no hemos podido hacer nada...
Ballard reconoció al médico de inmediato a pesar de que habían pasado más de veinte años.
–¿Dónde está mi hermano? –preguntó Ballard algo alterado.
–¿Qué? –El médico soltó el bolígrafo y se levantó de la sorpresa–. No pueden entrar sin llamar.
–Somos policias, tranquilo –dijo Roth desde la puerta.
–¿Me recuerda? –Ballard se acercó a la mesa del médico.
–Jim, tranquilizate –Su compañero le cogió del hombro intentando que no se alterara–. ¿Por qué no nos sentamos?
El médico tomó asiento, Ballard también. Roth se quedó de pie junto a la puerta.
–Me llamo Jim Ballard. Usted nos operó a mí y a mi hermano.
–El siamés del incendio –concluyó el doctor bajando la mirada.
–¿Se acuerda? –preguntó Ballard sorprendido.
–¿Cómo olvidarlo? Fue un caso complicado. Llevo veinte años teniendo pesadillas por ello.
–Quiero saber qué pasó ese día. Sé que mi hermano sigue vivo.
–¿Qué? –se sorprendió el médico–. No, eso es imposible. Su hermano llegó prácticamente muerto. Las quemaduras eran muy graves, y tenía el cráneo aplastado. Caísteis desde un octavo piso.
–Entonces... ¿qué pasó con él?
–Vinieron vuestros tíos y hablamos un buen rato. Les dije que no podía salvar a tu hermano. Lo cierto es que parecía que se preocupaban más por ti que por tu hermano. Era como si no les importase su muerte.
–Mi hermano era muy mala persona, doctor. Siempre estaba haciendo cosas malas. Se solía pasar de la raya con frecuencia. Creo que el máximo deseo de mi familia era que nos separásemos.
–Pues eso fue lo que pasó –concluyó el médico.
–Pues mi hermano está vivo y ha matado a dos personas.
–¡Eso es una locura! –gritó el médico–. Créame, está muerto.

–¿Crees que miente? –le preguntó Roth a Ballard mientras conducía.
–No creo... Lo que dice tiene sentido. De hecho es lo que yo pensaba.
–¿Y la grabación?
–No lo sé. Quizás ese lunático que me odia se disfrazó de mí –Ballard se estaba alterando cada vez más–. Escucha, Roth. Sé que no nos hemos llevado bien nunca, pero ¿confías en mí? ¿Me apoyarás en esto? Sabes que yo nunca mataría a nadie.
–Tranquilo, tío. Me fío de ti.

Decidió tomarse el resto del día libre. Necesitaba pensar, no había más pistas y el caso parecía carecer de sentido. El asesino no había dejado ni huellas ni pisadas, ni la más mínima pista. Tampoco habían encontrado el arma del crimen, que parecía ser la misma en todos los asesinatos. Trató de dormir y desconectar, pero unas terribles pesadillas le invadieron la mente. Los flashes del día del incendio continuaban atormentándole.
–Deja de hacer el tonto, Dany –le ordenó Jim a su hermano siamés.
–Cállate, pesado –le contestó este sosteniendo un petardo en la mano.
–No lo hagas, puedes hacer daño a mamá.
–Sólo es una broma... –Dany fue a la cocina y cogió un mechero.
–¡Ojalá pudiese mover las piernas! –gritó Jim lleno de rabia. Nunca había podido hacer lo que él quería ya que apenas podía mover el cuerpo. Las piernas pertenecían al sistema nervioso de Dany, mientras que él sólo tenía el brazo derecho para él, ya que su brazo izquierdo se encontraba atrapado por la espalda de Dany. Sin embargo, Dany tenía los dos brazos hacia delante y las dos piernas para andar por donde quisiese. Jim era esclavo de su hermano, su hermano gemelo malvado.
–Ya verás qué susto se va a llevar jaja –rió malévolamente su hermano.
–¡Basta! Si no paras ahora mismo me tomaré una poción mientras duermes para que pueda mover todo el cuerpo.
–¡A mí no me engañas, capullo! ¡Jamás te lo permitiré!
–Ya verás cómo sí. Y cuando tenga tu cuerpo sólo dejaré que muevas los ojos.
–Si algún día pasa eso te mataré –Una mirada de odio se clavó en los ojos de Jim. –Encontraré una forma de recuperar mi cuerpo, ¡entero! Y luego te mataré.
Justo después se acercó a la puerta de la cocina. Su madre estaba cocinando de espaldas. Dany encendió el petardo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

*GASP*
¡Yo lo leí primero!
¡Asistí a la exclusiva del relato! XD

Álex Garaizar dijo...

¿Cómo posteas aquí semejante tocho? XD

Me lo guardo en un Word y ya le echaré un vistaz. Espero que tarde menos de lo que tardé en ponerme con Frakshow II XD

Andoni Garrido Fernández dijo...

Si todos mis lectores fuesen como vosotros dos me deprimiría xD

Álex Garaizar dijo...

¿Si todos tus seguidores dejaran comentarios, quieres decir? xP

Si no estuviéramos nosotros sí que te deprimirías XD