Malefackis llegó a la clase de literatura cinco minutos antes, como de costumbre. Abrió la mochila, sacó los libros y los dejó sobre la mesa. Se sentó en su pupitre y esperó a que los demás estudiantes fuesen llegando. Entonces apareció Selabí y tomó asiento junto a él. Malefackis estaba contento, literatura era su clase favorita.
–¿Has visto el email que ha mandado el profesor? –le preguntó Selabí.
–No, ¿qué decía?
–A ver, silencio –pidió el profesor.
–Ahora lo dirá –contestó en bajito Selabí.
El tiempo pasaba y no decía nada del email. Aun así, los dos estudiantes se habían olvidado del asunto y Malefackis estaba absorto en la clase, todos los días aprendía cosas nuevas y se lo pasaba genial pensando el libros y autores. Disfrutaba de cada rasgo característico de los escritores, de sus inquietudes y de sus secretos más íntimos. Ciertamente el profesor era un gran profesional de la enseñanza y explicaba con gran maestría la asignatura. Malefackis tenía el libro de literatura plastificado para que jamás se manchase, para evitar que cualquier gota de agua entrase en contacto con sus páginas. Habían llegado al ecuador del curso y dentro de nada iban a tener vacaciones. Malefackis quería más. Quería seguir dando clases de literatura, quería dar esas clases para siempre.
–Bueno chicos –empezó el profesor–. Os tengo que dar un aviso, aunque seguramente lo habréis leído ya en el email. Debido al nuevo cambio en el Plan Bolonia, ya no va a haber más literatura.
Malefackis notó algo en su interior, una rabia descontrolada. Su mano derecha se cerró en un puño mientras blandía su brazo de atrás hacia delante a la vez que con voz grave gritaba: “¡¡¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!!!”
El profesor y sus compañeros se quedaron mirándole, atónitos. Desconcertados. Malefackis no paraba de blandir el brazo con el puño en alto gritando “¡¡¡Noooooooooo....!!!” Cada vez se iba poniendo más rojo y más rojo, no paraba de gritar. En todo el rato que llebaba gritando “No” no había respirado ni una sola vez. De pronto, las ventanas estallaron en mil pedazos. Las gafas del profesor también. Y, en un abrir y cerrar de ojos, la cabeza de Malefackis saltó en pedazos descomponiéndose en pequeños cachitos rojizos. Todo el aula acabó bañada en un charco de sangre.
Moraleja: Ten siempre una bayeta a mano porque nunca sabes cuando uno de tus alumnos puede estallar en pedazos.